Sueños de libertad, capítulo 434 (Hermanos y secretos): Martha sospecha de mí y tengo que castigarla.
Título: “Silencios, culpas y alianzas rotas: el capítulo que sacude los cimientos de Perfumerías De la Reina”
La calma aparente con la que amaneció la ciudad no era más que un espejismo. En el interior de la fábrica, el aire era tan denso que costaba respirar. Nadie lo decía, pero todos lo sabían: aquel día algo iba a romperse. Tasio caminaba por los pasillos con el peso del mundo en los hombros. Llevaba los despidos en la mano y la culpa en el alma. No había dormido, no había comido, solo pensaba en las órdenes que llegaban desde París: “Recorte inmediato o se retira la inversión.” En esas palabras se escondía el frío rostro del poder. Él, que siempre había creído en la lealtad y el trabajo, se veía ahora obligado a firmar sentencias que destrozarían vidas.
A las nueve en punto, Olivia fue la primera en entrar en su despacho. Su juventud contrastaba con la dureza del momento. Llevaba cinco años en la fábrica y la consideraba su casa. Cuando Tasio le anunció que su puesto estaba entre los recortados, su rostro se desmoronó. “¿Por qué? ¡Si siempre cumplo con todo!”, exclamó con los ojos enrojecidos. Tasio solo pudo responder: “No es por ti, es por ellos. Ellos deciden sin mirar a nadie a los ojos.” Pero Olivia no aceptó consuelo. Devolvió el sobre con dinero que él le ofreció y dijo con voz firme: “No quiero su dinero, quiero mi trabajo.” Fue entonces cuando Joaquín irrumpió con rabia, acusándolo de cobarde, de verdugo, de ser parte de un sistema que devora a los suyos. Tasio no respondió; sabía que aquella palabra —verdugo— lo perseguiría por mucho tiempo.
Mientras tanto, en el despacho principal, Chloe observaba la escena desde el ventanal con una sonrisa gélida. Para ella, el dolor humano era solo una variable en una hoja de cálculo. “El negocio no se sostiene con sentimentalismos”, repetía, convencida de su papel como arquitecta de la eficiencia. Pero ese mismo día, su atención se centró en otra figura: Marta de la Reina. La joven, inteligente y con temple, se había ganado el respeto de todos. Chloe la convocó a su oficina. Con su habitual cortesía envenenada, le ofreció la dirección general. “Usted tiene el perfil que buscamos: fuerte, estratégica, con liderazgo”, dijo. Marta sintió un nudo en el estómago. Sabía que aceptar era vender parte de su alma, pero negarse significaba perder toda posibilidad de proteger a los suyos. “Lo pensaré”, respondió, aunque en su interior la decisión ya germinaba.

En el almacén, Claudia imponía las nuevas tácticas de venta: manipular, presionar, hacer sentir al cliente que siempre necesitaba más. Marta presenció una escena con una anciana que no podía pagar. Intervino con suavidad, defendiendo la dignidad por encima de la ganancia. “No se preocupe, doña Colomina, vuelva cuando lo necesite.” Aquella frase, simple pero valiente, le valió la desaprobación de sus superiores, pero el respeto de los trabajadores. Esa noche, sola frente al espejo, se preguntó: ¿Podré dirigir sin convertirme en Chloe? Su reflejo, mudo, no le ofreció respuestas.
En paralelo, en los despachos del poder, el gobernador Pelayo movía sus piezas en silencio. Santiago, el hombre que amenazaba con destapar secretos del pasado, seguía siendo una sombra peligrosa. Pelayo decidió actuar. Usó su cargo para trasladarlo al penal de Ocaña, una prisión mucho más dura, con la esperanza de quebrarlo. “Allí no podrá comunicarse ni recibir visitas”, explicó fríamente a Marta. Pero ella no compartía su tranquilidad. “Ahora sí tendrá motivos para vengarse”, advirtió. Pelayo intentó calmarla: “No puede hacernos daño si está vigilado.” Sin embargo, el destino no obedeció sus cálculos. Días después, una carta anónima llegó a su despacho: “Sabemos lo que hiciste con Santiago.” Y poco después, la noticia cayó como un rayo: Santiago había desaparecido.
La noche en que Pelayo se enteró de la fuga, el miedo lo invadió. Miró a Marta dormir, preguntándose si debía confesarle la verdad o protegerla con más mentiras. Su matrimonio se había convertido en una alianza política, en un muro de silencios donde la confianza se erosionaba lentamente.
Mientras tanto, en la casa de los de la Reina, Begoña luchaba contra otro tipo de tormenta. Su embarazo avanzaba y con él el peso de una mentira que la consumía. El hijo que esperaba no era del difunto Jesús, sino de Andrés, el hombre que seguía sin recordar el pasado. Cada noche lo observaba dormir con ternura y culpa. Había prometido no forzar sus recuerdos, pero vivía aterrorizada de que un día los recuperara por sí mismo. Su hija Julia, demasiado perceptiva para su edad, comenzó a hacer preguntas incómodas. “¿Por qué no dejas que papá Andrés recuerde?”, le dijo una tarde. Aquella inocente observación la derrumbó. Esa noche lloró en silencio, comprendiendo que la verdad, por mucho que se oculte, siempre encuentra su camino.
Y esa verdad estaba cada vez más cerca. Julia, en su curiosidad infantil, encontró una de las cartas de Pelayo. Leyó una línea que la marcó: “Santiago no hablará jamás. Está bien guardado.” Desde ese instante, la niña empezó a mirar a los adultos de otra forma. Ya no los veía como héroes, sino como cómplices de sus propias mentiras. Juró que un día contaría todo lo que sabía, sin imaginar las consecuencias que eso traería.
Tasio, por su parte, se consumía en la culpa. Las noches se hacían eternas y las sombras parecían susurrarle los nombres de los despedidos. En un intento de redención, escribió una carta anónima al periódico local denunciando los abusos de Brosard y las tácticas de explotación de la nueva dirección. No la firmó, pero por primera vez en meses pudo dormir unas horas en paz.

Mientras tanto, Marta finalmente aceptó el puesto de directora interina. No lo hizo por ambición, sino por necesidad. “Solo hasta estabilizar la empresa”, prometió a Pelayo, aunque ambos sabían que el poder, una vez tocado, nunca se suelta del todo. Su primer acto fue desafiar a Chloe en una reunión. “No acepto más despidos”, declaró ante todos. Chloe la miró con desdén: “No está en posición de decidir eso.” Marta la encaró: “Soy la directora. Estoy exactamente en posición de hacerlo.” Aquel enfrentamiento marcó el inicio de una guerra silenciosa. La fábrica se dividió en dos bandos: los leales a Marta y los fieles a París.
Los días siguientes revelaron la magnitud del conflicto. Marta descubrió que Chloe planeaba vender parte de las instalaciones a una empresa extranjera que fabricaba fragancias sintéticas. Era el principio del fin del legado de su familia. Decidida a impedirlo, comenzó a reunir pruebas, aliándose con Joaquín y con algunos obreros despedidos que confiaban en ella. Pero cada paso que daba la acercaba más al peligro.
Pelayo, acorralado por el miedo y las amenazas, empezó a perder el control. Sus noches se llenaron de insomnio y sus días de paranoia. El rumor de la fuga de Santiago se extendía, y cada sombra en la calle parecía un presagio de venganza.
El episodio cierra con una sensación de calma tensa. Marta, sola en su despacho, mira el retrato de su padre y susurra: “No sé si estoy salvando tu legado o destruyéndolo.” En otra parte, Begoña se aferra a su vientre, temiendo el día en que la verdad salga a la luz. Julia, desde su habitación, escribe en su cuaderno las frases que ha escuchado, sin comprender del todo que está construyendo el arma que detonará el próximo caos.
Y en el penal de Ocaña, una puerta abierta y una cama vacía anuncian lo inevitable: Santiago ha escapado… y su regreso promete arrasar con todos los silencios que los de la Reina han usado para sobrevivir.