LA PROMESA – URGENTE: Petra CAE en COMA tras el INCENDIO del PALÁCIO y Curro se culpa por todo
🔥 “Dios mío, la tragedia vuelve a golpear La Promesa con una fuerza devastadora” 🔥
Prepárense, porque lo que está a punto de suceder en La Promesa no es simplemente un accidente, es una herida que marcará para siempre a todos sus habitantes. Una noche que parecía tranquila se convierte en un infierno literal, cuando una chispa insignificante en la vieja despensa desata una pesadilla de fuego, humo y desesperación. En el centro de ese horror está Petra Arcos, la mujer que ha sido el pilar silencioso del servicio, la misma que sobrevivió al tétanos con una fuerza que rozaba lo milagroso. Esa noche, agotada pero fiel a su deber, se encuentra sola organizando provisiones… justo antes de que el infierno se abra bajo sus pies.
Las llamas crecen con furia, alimentadas por el aceite, la madera y los años acumulados de polvo. El fuego devora todo, el humo ahoga cada rincón y Petra, atrapada, lucha por encontrar una salida. Sus gritos se pierden entre el rugido del fuego. Cae, tose, se arrastra buscando aire, y justo cuando su fuerza la abandona, la oscuridad la envuelve.
En otra parte del palacio, María Fernández percibe el olor a humo y da la voz de alarma. Pía ordena con temple heroico mientras el pánico se apodera del servicio. Pero una pregunta congela a todos: ¿Dónde está Petra?
El silencio que sigue es más devastador que las llamas. Y cuando Curro escucha su nombre vinculado al incendio, algo dentro de él se rompe. Sin dudarlo, corre hacia el fuego. Sabe —con un nudo en el alma— que fue él quien le pidió a Petra que estuviera allí esa noche.
Desafiando las llamas, Curro se adentra en el infierno. Entre humo y calor insoportable, encuentra a Petra inconsciente en el suelo. La levanta en brazos, decidido a sacarla, pero una viga cae bloqueando su salida. Está atrapado, el fuego lo rodea, y aun así no la suelta. Desde el exterior, Manuel, López y don Alonso luchan con valentía para abrir paso. Unidos, noble y sirvientes, logran rescatar a Curro y a Petra segundos antes de que el techo colapse.

El palacio entero se transforma en un torbellino de angustia y acción. Pía dirige los esfuerzos con la serenidad del pánico controlado. Vera, entre lágrimas, sostiene el rostro quemado de su amiga, rogando que respire. Samuel, el sacerdote, convierte un cuarto en enfermería improvisada. Todos trabajan con el alma al borde, intentando arrancar a Petra de las garras de la muerte.
Curro, cubierto de hollín y culpa, la observa desde un rincón. No siente el ardor de sus propias heridas, solo el peso insoportable del remordimiento. Él la envió allí. Su voz se quiebra mientras repite una y otra vez la frase que lo atormenta: “Fue por mi culpa”.
Cuando el doctor Hernández llega, el silencio se impone. Examina con meticulosidad y rostro grave. Las horas parecen eternas. Finalmente, su diagnóstico cae como una sentencia: Petra inhaló demasiado humo, sus pulmones están gravemente dañados y sufrió un fuerte golpe en la cabeza. Su cerebro presenta inflamación. Y entonces, las palabras que nadie quería escuchar:
“Ha entrado en coma.”

El tiempo se detiene. Pía se desploma llorando, María Fernández reza en silencio, Vera se aferra a la pared como si el mundo se desmoronara. Curro sale del cuarto sin mirar atrás, ahogado por su propia culpa. En el jardín, bajo las estrellas indiferentes, grita con desesperación: “Por mi culpa, todo es por mi culpa.”
La mañana siguiente, La Promesa amanece envuelta en un silencio sepulcral. El olor a humo impregna cada piedra. Nadie tiene apetito, nadie habla. El fuego ha dejado cicatrices visibles… y otras mucho más profundas.
Curro entra en la cocina con la mirada vacía, demacrado, convertido en una sombra de sí mismo. Todos lo observan en silencio. Y entonces, con voz quebrada, confiesa en público lo que todos temían:
“Fue mi culpa. Yo le pedí a Petra que organizara la despensa. Sabía que estaba débil. No pensé. No me importó. Y ahora está en coma por mi culpa.”
Sus palabras caen como cuchillos. Nadie lo contradice. María intenta consolarlo, pero él se aparta, negándose a recibir compasión. Su confesión se propaga por el palacio como las brasas que aún humean.
Y en medio de ese dolor colectivo, Leocadia Figueroa, siempre acechante, percibe una oportunidad. Su mente ya maquina cómo usar la culpa de Curro como arma. Esa tarde, lo encuentra solo, mirando por la ventana, perdido. Con una voz suave y falsa compasión, se le acerca:
“Curro, querido… he oído lo de tu confesión. Debe ser terrible cargar con un peso así…”
Lo que ella no sabe —o sí lo sabe demasiado bien— es que el peso que aplasta al joven no necesita ayuda para destruirlo. En La Promesa, la tragedia no ha terminado: acaba de comenzar una nueva batalla, entre la culpa, el perdón y la oscuridad que se cierne sobre todos.
🔥 La Promesa arde, no solo en fuego, sino en dolor, en remordimiento y en secretos que amenazan con consumirlos a todos.