La Promesa: Petra Arcos: La carta que desveló un asesinato
Petra Arcos: La carta que desveló un asesinato
El amanecer sobre La Promesa parecía tan apacible como siempre, con el sonido metálico de la plata en la cocina y el murmullo del servicio que daba vida al palacio. Pero entre esas paredes, la lealtad más antigua estaba a punto de enfrentarse al veneno más silencioso. Petra Arcos, la inquebrantable ama de llaves que había sostenido aquella casa con la fuerza de su disciplina, comenzaba a quebrarse. No solo por la edad ni por el cansancio, sino por algo más oscuro, algo que se infiltraba cada noche en su cuerpo disfrazado de medicina.
Petra llevaba décadas velando por la familia, desde los días de la difunta señora Cruz. Era su orgullo y su castigo. Pero aquel amanecer, su rutina se interrumpió por una punzada helada en la espalda, una señal de que su cuerpo ya no obedecía a su voluntad. Mientras disimulaba el dolor ante las criadas, fingiendo fuerza y autoridad, algo en su interior sabía que la enfermedad que la consumía no era natural. Ni siquiera el consejo seco del doctor Cristóbal —siempre tan servil ante la nueva Marquesa Viuda, Leocadia— logró ocultar la crueldad con la que la trataban. Aquella humillación encendió en Petra una chispa de orgullo herido que pronto se convertiría en fuego.
El destino pareció cebarse con ella: un colapso en la cocina, un desmayo ante sus compañeras, el rumor de su debilidad esparciéndose por el servicio. Pero entre las miradas asustadas, solo una joven criada, María Fernández, vio la verdad detrás del agotamiento. María cuidó de Petra con ternura, pero también con la intuición de quien siente que algo va muy mal. Sin embargo, en los pisos altos del palacio, la enfermedad de la vieja ama de llaves provocaba sonrisas en lugar de preocupación.
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En la penumbra del tocador, Leocadia se miraba al espejo mientras Cristóbal, su cómplice silencioso, le comunicaba la noticia del desmayo. Ella, con la serenidad de quien ya ha planeado el siguiente movimiento, reveló su juego: los “calmantes” que él había recetado no eran más que veneno lento, un modo discreto de apartar a Petra del camino. El médico, atrapado entre la obediencia y la culpa, comprendió demasiado tarde que estaba sirviendo a una mujer capaz de todo.
Pero el azar —o el destino— quiso que alguien escuchara. María, al pasar con un cubo por el pasillo, oyó tras la puerta entreabierta la orden fatal: “Despídala hoy mismo. No quiero verla ni un día más en esta casa”. El miedo la paralizó, pero la lealtad la empujó a correr. Llegó jadeando a la habitación de Petra y le contó lo que había oído. Lejos de sorprenderse, la ama de llaves solo suspiró, resignada. Sabía que ese día llegaría.
Fue entonces cuando la resignación se transformó en valentía. Con una fuerza que desafiaba su cuerpo enfermo, Petra comenzó a escribir. Con cada palabra, dejaba constancia de los crímenes que había presenciado: las manipulaciones de Leocadia, las recetas falsificadas, el sabotaje al tratamiento de Jana, y sobre todo, la trampa mortal tendida a la señora Cruz. Esa carta era su testamento y su arma. La firmó con mano temblorosa y se la confió a María: “Si algo me pasa, entrégasela al Marqués Alonso. Que la verdad no muera conmigo”.
Pero esa misma noche, mientras en el palacio reinaba el silencio, Leocadia ya había olido el peligro. Sospechaba que Petra y María sabían más de lo debido. Llamó a Cristóbal y le exigió actuar. “Hazlo tú o lo haré yo”, le dijo con frialdad. Y fue ella quien finalmente decidió “asegurar el resultado”.
Horas después, la marquesa viuda se deslizó hasta el ala del servicio, vestida de negro y con un frasco de cristal oscuro en la mano. En la habitación, Petra yacía inmóvil, con el rostro pálido y los labios resecos. Leocadia vertió el líquido venenoso en el vaso de agua junto a la cama, murmurando una última burla: “Siempre defendiendo a una muerta. Ahora descansarás con ella”. Pero justo cuando se disponía a marcharse, una voz débil rompió el silencio.
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—¿Vino a darme la extremaunción, señora? —susurró Petra, con una lucidez que heló el aire.
Leocadia se giró, sorprendida. Petra la miraba desde la cama, exhausta pero viva, con la mirada ardiente de quien ha visto demasiado. “¿O vino a asegurarse de que no me levantaré más?”, añadió con una mueca amarga. La marquesa intentó mantener la compostura, pero su máscara comenzó a resquebrajarse. Petra siguió hablando, su voz ronca y firme: “Desde el día que llegó, supe lo que era. Una sombra enlutada que trajo la desgracia a esta casa. Envenenó a Jana, destruyó a Cruz, y ahora viene por mí. Pero ya no callaré”.
En ese instante, Leocadia comprendió que su víctima había dejado de serlo. Que aquella mujer, débil y enferma, le había tendido su propia trampa. Porque mientras ella vertía el veneno, María estaba escuchando tras la puerta, temblando pero decidida a actuar. Y en su bolsillo, guardado junto al corazón, reposaba el sobre que podía destruir a la marquesa para siempre.
La carta de Petra Arcos, escrita entre el dolor y la fiebre, se había convertido en el eco de justicia que La Promesa no sabía que necesitaba. Una confesión que hablaba de traición, de veneno y de venganza. Una verdad que, si salía a la luz, podría hacer temblar los cimientos del palacio y acabar con el reinado de terror de Leocadia.
Esa noche, el viento sopló con fuerza entre las torres del palacio, como si anunciara lo inevitable. Petra, tendida en su cama, sabía que quizás no vería otro amanecer. Pero sonrió. Porque aunque el cuerpo le fallara, la verdad ya había sido escrita. Y mientras las sombras de la marquesa se movían por los pasillos, una joven criada corría en silencio hacia la despensa, buscando un escondite para un sobre sellado con la última esperanza de justicia.
La guerra en La Promesa había comenzado, y su primera bala era una carta escrita con tinta… y con veneno.