DOÑA LEOCADIA: LA PROMESA Y EL ARTE DE MORIR || CRÓNICAS de la serie La Promesa
En La Promesa, la muerte nunca llega sola, llega con un silencio que hiela el aire
En La Promesa, la muerte nunca aparece de manera solitaria. Siempre viene acompañada de un silencio profundo que congela el aliento, de cortinas que se cierran lentamente y de almas que parecen no querer abandonar este mundo del todo. Tal es la impresión que nos provoca ver a doña Leocadia de Figueroa, la postiza, vestida de negro, inmóvil, con un semblante sereno que oculta la tormenta de secretos que ha acumulado durante años. Su presencia nos recuerda que cada rincón de ese palacio está impregnado de muertes que jamás fueron olvidadas, de sombras que todavía caminan entre sus paredes, susurrando historias que nadie quiere escuchar.
Desde los primeros episodios, la serie nos enseñó que en La Promesa, la muerte no es un visitante ocasional: es un huésped permanente, silencioso, pero siempre presente. Es imposible comprender la dinámica de este palacio sin considerar su constante compañía. Tomás de Luján, el hijo mayor del marqués heredero, fue el primer fantasma que presenciamos en pantalla. Su muerte no fue natural, sino un crimen que marcó para siempre el destino de los Luján. Aquella noche, el palacio se cubrió de luto. Los criados hablaban en susurros, los relojes se detuvieron, y los espejos fueron cubiertos con sábanas blancas. La tragedia de Tomás fue el inicio de un largo desfile de dolor y pérdida.
No pasó mucho tiempo antes de que otro golpe letal sacudiera a la familia. Jimena de los Infantes, la primera esposa de Manuel, sucumbió a su propia locura. Lady Bustes, tal como muchos la recordamos, encarnaba la fragilidad de la mente humana, mezclada con obsesión y mentiras. Su trágico final, al arrojarse desde la balaustrada, no solo significó su muerte, sino también la pérdida de la inocencia de Manuel, dejando un vacío que jamás logró llenar.

Fernando, el esposo de Margarita Jopis y padre de Martina, también dejó su marca de dolor en los pasillos del palacio. La viuda, Margarita, vestida siempre de riguroso luto, prolongó su duelo con teatralidad, exhibiendo la tristeza como si fuese un símbolo de estatus. Años después, la muerte volvió a golpear con fuerza, y el dolor más intenso fue el de Hann Expósito, la esposa de Manuel. Su fallecimiento conmovió a todos los habitantes de La Promesa, así como al público, que se unió en un grito de incredulidad ante la pérdida de la doncella que aspiraba a convertirse en marquesa.
Pero la lista de duelos no termina allí. Eugenia Izquerdo, la hermana de Doña Cruz y madre de Curro, vivió una vida marcada por la desgracia. Tras recuperarse de una enfermedad y regresar a la vida, su felicidad fue efímera. Pronto, doña Leocadia y el capitán Garrapata se encargaron de quebrar nuevamente su espíritu, y Eugenia terminó arrojándose desde lo alto del torreón. Otro luto más para un palacio ya saturado de sombras y desesperanza.
Desde sus inicios, La Promesa ha retratado la muerte como un evento cargado de simbolismo y rituales. Los velatorios, los lutos prolongados, los secretos y las heridas que no cicatrizan han sido parte del ADN de la serie. Para comprender cómo se vivía el duelo, debemos transportarnos al año 1916, cuando la muerte en España era un acto social de gran solemnidad. Los velatorios se realizaban en casa, no en funerarias. Los cuerpos se exponían durante tres días, rodeados de flores, velas y cintas negras. Las familias de la nobleza seguían protocolos estrictos: las viudas no podían asistir a fiestas ni recibir visitas; los espejos se cubrían para que el alma no quedara atrapada; los relojes se detenían a la hora exacta del fallecimiento.
En los palacios andaluces, como el de los Luján, la muerte era también un espectáculo visual. Los criados vestían de negro, se cubrían los cuadros con telas oscuras y las cortinas cambiaban de color. Algunos preparaban su propia mortaja años antes, bordada con el escudo familiar y cuidadosamente guardada entre reliquias de linaje. Incluso se documentan casos curiosos, como el del marqués de Baldelomar en Córdoba, quien fue enterrado con un reloj en el bolsillo y una carta escrita por él mismo, un ritual que mezclaba superstición, ego y poder.

Cada muerte en La Promesa se ha tratado como un lenguaje propio, como un acto que combina el drama y la solemnidad con la historia de sus protagonistas. El asesinato de Tomás estaba envuelto en misterio y sombras. La caída de Jimena parecía sacada de una tragedia victoriana, mientras que el luto de Fernando estaba cargado de pompa y simbolismo. La muerte de Hann Expósito, rodeada de silencio y luz dorada, transmitió la emoción cruda de un amor perdido y una injusticia irremediable. Y la despedida de Eugenia Izquerdo, con su caída trágica, fue un recordatorio más de que la vida en La Promesa se mide en lutos y sacrificios.
La serie ha mostrado que, en ese palacio, morir no significa desaparecer. Cada fallecimiento deja una huella en los vivos, altera las relaciones, cambia alianzas y desvela secretos que permanecían ocultos. Las mortajas, más que simples vestiduras de duelo, se convierten en símbolos de conciencia, de memoria, de historias que pesan sobre todos los que aún caminan por el palacio. Cada vez que alguien viste de negro, la mortaja sigue viva, recordando que la muerte en La Promesa es un hilo invisible que conecta a todos, pasado y presente, dolor y memoria.
Mientras las historias se suceden, queda claro que la muerte es un personaje más del palacio. Sus ecos resuenan en los corredores, en los espejos cubiertos, en los silencios de los criados y en los rituales de luto que marcan generaciones. Y aunque la vida continúe entre sus muros, cada pérdida redefine a los protagonistas y recalca que, en La Promesa, nadie está realmente a salvo de su sombra.
Así que, mientras nos preparamos para los próximos capítulos, recordemos que aquí, más que en ningún otro lugar, la muerte no solo se cuenta: se vive, se siente y deja marcas indelebles en todos aquellos que tienen la osadía de habitar este palacio lleno de secretos, traiciones y tragedias. En La Promesa, cada duelo es un espejo del alma y un recordatorio de que los muertos nunca se van del todo.