Sueños de Librtad Capítulo 435(Mi esposo no recuerda nada,un terrible secreto podría salir a la luz)
🌅El laberinto de la memoria. Entre la ansiedad, el amor y los recuerdos perdidos.🌅
María se movió con cuidado por la casa, consciente de que cualquier ruido podía romper la frágil burbuja en la que Andrés se había encerrado. Entró en el pequeño despacho que él había improvisado en el rincón más silencioso del hogar. La luz cálida del atardecer se colaba por la ventana, proyectando sombras largas sobre los muebles y creando una atmósfera de melancolía que parecía abrazar cada rincón. Allí lo encontró: de espaldas, rígido, con la mirada fija en el jardín donde las hojas caídas del otoño formaban montículos desordenados. Su postura denotaba un peso invisible, como si cada músculo de su cuerpo soportara más de lo que podía cargar.
Andrés llevaba un buen rato sumido en un silencio profundo, tan ajeno al mundo que lo rodeaba que cualquier sonido parecía interrumpir un ritual sagrado. “Cariño, te estaba buscando por todas partes”, murmuró María, tratando de romper con suavidad la quietud de aquel momento. Él se sobresaltó, girándose lentamente. Intentó sonreír, pero sus ojos delataban la fatiga y la tensión acumulada. “Ah, hola, mi vida. No te oí entrar. Solo estaba revisando unos papeles”, dijo, intentando que sus palabras sonaran despreocupadas.
María se acercó, sus pasos lentos, y posó la vista sobre una carpeta con el logo de la fábrica abierta sobre el escritorio. Un nudo se formó en su garganta. “¿Has ido a la fábrica, verdad, Andrés?” Su pregunta no era una acusación, sino un reflejo de su miedo. Él intentó minimizarlo: “Hablamos de esto. Solo fue un momento. Necesitaba estirar las piernas y ver cómo iba todo. Ha ido bien, de verdad.” Pero María sabía que no era tan simple. Ese lugar, escenario del accidente que casi le había costado la vida, no podía ser solo un trámite. Era una herida abierta que todavía dolía.
Ella suspiró, sentándose en el borde del escritorio para buscar su mirada. “Deberías cuidarte más. Es demasiado pronto para volver a este ritmo. El médico fue muy claro: reposo, tranquilidad, cero estrés. ¿No lo recuerdas?” Andrés replicó con impaciencia contenida: “El médico no tiene que mantener a flote una empresa familiar, María. Estoy recuperado, me siento bien.” La palabra “bien” resonó hueca en la habitación, un intento de disfrazar la inseguridad que María veía claramente reflejada en su rostro. Sus manos, frías al tacto, le hablaban de la tensión que todavía lo dominaba.
“Te engañas a ti mismo”, insistió ella, con un hilo de voz lleno de ruego. “No tienes que demostrar nada a nadie, y mucho menos a ti mismo. Tu única responsabilidad ahora es tu salud. No quiero que tu afán por controlar todo arruine tu recuperación.” Andrés apartó la mirada hacia la ventana, mostrando la lucha interna que lo consumía. “No es una cuestión de demostrar nada. Es responsabilidad. Ahora que Joaquín no está y con mi primo haciendo malabares para cubrirme, no puedo quedarme en la cama esperando que los problemas se resuelvan solos. La fábrica no funciona por arte de magia.”
María entendía su sentido del deber, su necesidad casi obsesiva de sentirse útil y en control, pero también veía claramente el miedo que se escondía detrás de esa prisa: miedo a ser considerado débil, a que el accidente lo hubiera cambiado para siempre, a no volver a ser el hombre que era. “Tu única responsabilidad ahora eres tú”, repitió, con firmeza y cariño. “Solo espero que no te exijas tanto que termines peor que antes.” Andrés insistió en que estaba bien, que las fuerzas regresaban, aunque un gesto casi imperceptible delató el dolor que todavía lo recorría. Su energía parecía más orgullo que verdadera recuperación.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de preocupaciones no dichas. Finalmente Andrés habló de un incidente en la fábrica. “Hoy pasó algo curioso… incómodo. Me llamó un cliente importante, un tal señor Ramírez, para reclamar un pedido grande que, según él, confirmé personalmente antes del accidente. Pero yo no recuerdo nada de eso.” La confesión flotó entre ellos como una sombra ominosa: no era un simple olvido, era un agujero negro en su memoria, un fragmento perdido que alteraba la certeza de su propia vida.

“Tuve que inventar excusas, pedir disculpas, explicar los problemas derivados del accidente. Fue humillante”, confesó, con una ansiedad que lo llevó a levantarse y caminar de un lado a otro, nervioso, como un animal atrapado en una jaula invisible. “Y si hay más cosas… si hice otros tratos, si confirmé otros pedidos… me aterra pensar que dejé un reguero de promesas rotas.” Su voz era una mezcla de miedo y desesperación, buscando un ancla en María, alguien que lo sostuviera en medio de su laberinto mental.
“¿Recuerdas si recibiste alguna llamada o viste algo fuera de lo común en esos días?” preguntó, casi suplicante. No buscaba un dato concreto, sino la confirmación de que su mente no lo había traicionado del todo. María lo miró con ternura y dolor, deseando poder darle la certeza que él necesitaba, pero consciente de que no podía inventarla. “No, amor. No recuerdo nada especial. En casa casi nunca hablamos de pedidos específicos.” Andrés se aferró a la posibilidad de un recuerdo olvidado, pero María negó con tristeza, incapaz de ofrecerle el consuelo que él ansiaba.
Derrotado, Andrés se dejó caer en la silla, agotado por la tensión de la búsqueda. “Bueno… no importa. Es absurdo lo que pido”, murmuró, mientras un pesado silencio llenaba la habitación. María se acercó por detrás y apoyó sus manos sobre sus hombros, transmitiéndole fuerza y cariño. Él permaneció inmóvil, con la mirada perdida en un punto invisible. Su mente estaba atrapada en un laberinto de recuerdos fragmentados, y María sabía que aunque lo sacara del despacho, su mente continuaría navegando entre sombras y huecos de memoria.
Intentando romper la tensión, María lo invitó a cenar. “Vamos al comedor, la comida se va a enfriar.” No era solo una frase; era un intento de traerlo de vuelta al calor de la rutina, a la seguridad de lo cotidiano. Andrés asintió, moviéndose como un autómata, mientras ella caminaba a su lado, consciente de que él seguía atrapado en la búsqueda de una pieza clave de su memoria. Una pieza que, al aparecer, podría cambiarlo todo.
María estaría allí, en silencio, sosteniéndolo, amándolo, y temiendo el momento en que esos secretos olvidados salieran finalmente a la luz. Porque el verdadero desafío no era solo recordar, sino enfrentarse a lo que esos recuerdos podrían revelar. Entre el amor, el miedo y la incertidumbre, el futuro se presentaba tan frágil y peligroso como un cristal a punto de romperse.