‘LA PROMESA’ CAPÍTULO 714: LA CAÍDA DE LEOCADIA Y EL GRITO DE PÍA QUE ROMPIÓ EL PALACIO
El amanecer sobre La Promesa: secretos que amenazan con estallar
El día comenzó con un gris inquietante, un presagio sutil de los conflictos que pronto brotarían en cada rincón del palacio. La calma que se respiraba era engañosa, demasiado densa para ser sincera. Los Luján se preparaban para lo que parecía un día ordinario, ignorando que una carta inesperada alteraría el curso de todos. El sello del duque de Carvajal y Cifuentes brillaba bajo la tenue luz del vestíbulo. Alonso la reconoció de inmediato, y su rostro reflejó esa mezcla de respeto y ansiedad que cualquier noticia de la nobleza solía provocar. La sostuvo unos segundos, como rindiendo homenaje a un destino ineludible.
Leocadia bajó las escaleras con paso firme, clavando la mirada en el sobre que Alonso sostenía. Sabía que nada proveniente del duque podía ser casual. Cuando Alonso leyó que se trataba de una invitación al aniversario de boda del duque, un instante de alivio llenó la sala, pero pronto se vio eclipsado: la fecha coincidía con el enlace secreto de Ángela y Beltrán, un compromiso que debía permanecer oculto. La mente de Leocadia comenzó a tramar su estrategia antes de que Alonso terminara de leer; su sonrisa era solo fachada mientras un torbellino de dudas la consumía.
En el salón principal, los Luján debatían la invitación. Adriano, preocupado por su posición frente a Catalina, defendía asistir como muestra de lealtad. Leocadia aprobó con control, aunque interiormente el conflicto la desgarraba: aplazar la boda levantaría sospechas, pero acudir al evento era un deber social. Ángela, silenciosa, fingía interés mientras el nudo en su pecho se apretaba; el recuerdo de Curro y la promesa rota la atormentaba. Beltrán, ingenuamente feliz, ignoraba el tormento de su prometida, y para Ángela, cada gesto de ternura era un recordatorio de su traición emocional.
Curro, aislado en los establos, intentaba llenar el vacío que la separación había dejado. Su trabajo era penitencia y distracción, pero su corazón no podía dejar de pensar en Ángela. Enora, desde su regreso, percibía la tensión creciente; aunque mantenía la confianza de Manuel, la mirada de Leocadia la vigilaba.
Leocadia, en su despacho, sostenía la carta del duque como símbolo de su dilema. Cambiar la boda significaba perder control; mantenerla, arriesgar un escándalo. Su resolución fue silenciosa: Jacobo debía ocultar la coincidencia de fechas y la boda seguiría según lo planeado. En cada rincón del palacio, la tensión se sentía. Las cocineras, Candela y Simona, percibían la tormenta silenciosa que se acercaba; Pía, con su secreto de embarazo, sentía el peso del mundo sobre sus hombros. Samuel, comprendiendo su miedo y soledad, escuchaba en silencio. María Fernández, con un secreto similar, lloraba en la soledad de su habitación, temiendo la exposición.
Leocadia repasaba obsesivamente los preparativos, mientras Petra soportaba humillaciones y degradaciones. Cristóbal confirmaba el ascenso de Teresa, una mezcla de temor y orgullo llenaba a la joven ama de llaves. El palacio parecía tranquilo al exterior, pero cada alma estaba en guerra consigo misma: Pía con su embarazo, María con su culpa, Ángela con su amor prohibido, Leocadia con su ansia de control. Curro juraba romper su promesa si era necesario, porque amar, aunque prohibido, era lo único verdadero.
El amanecer no trajo alivio; la tensión se palpaba en el aire, mientras Leocadia revisaba cada detalle, consumida por el miedo a que la verdad emergiera. Ángela, frente al espejo, veía un vestido blanco que simbolizaba mentiras y renuncias. Candela y Simona comentaban la tristeza que emanaba de ella, sin saber que eran presagio de la tormenta. Alonso, atento a los movimientos de Leocadia, percibía que algo se desmoronaba, aunque no sabía cómo detenerlo.
Esa noche, Pía depositó su carta en el despacho de Leocadia, un acto silencioso de confesión y súplica. Curro, bajo el cielo estrellado, enfrentaba su deseo y la promesa que lo mantenía alejado de Ángela, jurando verla una última vez antes de que todo terminara. El amanecer trajo un brillo cruel: el cielo despejado ocultaba la tensión que reinaba en los muros del palacio. Cada criado, cada mirada y cada paso eran un silencioso recordatorio de los secretos que gobernaban La Promesa. Ninguna mentira, ningún vestido, ninguna invitación podría ya detener lo inevitable: la verdad estaba a punto de estallar, y con ella, el control absoluto de Leocadia se resquebrajaría.