La Promesa: Catalina y las cartas falsas: la noche en que Alonso desveló el engaño de Leocadia

Catalina y las cartas falsas: la noche en que Alonso desveló el engaño de Leocadia

La Promesa parecía envuelta en una calma engañosa, pero bajo el silencio de sus salones se ocultaba un secreto que pronto estallaría. Jacobo, revisando las cartas enviadas supuestamente por Catalina, comenzó a notar irregularidades: la letra no coincidía, los trazos eran fríos, memorizados, carentes de la cadencia y la ternura que caracterizaban la escritura de la joven. El papel era diferente, más grueso, más blanco, una falsificación casi perfecta. Un escalofrío recorrió su espalda: alguien había manipulado la verdad con cuidado, pero no con suficiencia.

Consciente de la gravedad de lo descubierto, Jacobo llevó las cartas ante Alonso. El marqués, que no era de apresurarse, tomó en sus manos los papeles antiguos y los nuevos, leyendo con los ojos más que con la mente. El silencio llenó la estancia hasta que, finalmente, sentenció: eran falsificaciones. No había duda: alguien los había querido ciegos. Pero Alonso no se dejó arrastrar por la indignación inmediata; con calma estratégica, decidió que todos creerían en la autenticidad de las cartas. Era un juego de paciencia y astucia: mientras la mentira siguiera su curso, ellos podrían acercarse a la verdad.

Los días siguientes transcurrieron con aparente normalidad. La Promesa seguía su ritmo habitual, las cartas continuaban llegando, y Leocadia mantenía su elegancia habitual, creyendo que todo marchaba según su plan. Cristóbal, su cómplice, se movía con discreción, llevando sobres de un lado a otro y asegurándose de que ningún rastro comprometiera su trama. Pero Alonso, con la lealtad vigilante de Jacobo, comenzó a reconstruir la red de engaños: los mensajeros, los sellos, los detalles del papel, todo apuntaba a un solo origen. Las cartas nunca habían salido por correo oficial, sino que habían sido entregadas a través de un emisario, alguien presentado como un “amigo de la familia Valladares”.

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Finalmente, la evidencia los llevó hasta una antigua propiedad entre colinas. Dos guardias vigilaban la entrada, pero Alonso y Jacobo, disfrazados y cautelosos, lograron infiltrarse. La madera crujía bajo sus pasos, pero no delató su presencia. En el último corredor, una puerta cerrada resistió el empuje de Alonso, quien abrió paso con determinación. Allí, en un modesto camastro, encontró a Catalina: pálida, débil, con los ojos grandes y llenos de miedo, pero viva. La emoción de reencontrarse con su hija hizo que Alonso olvidara títulos y rangos; solo un padre estaba allí, tomando las manos frías de su hija y escuchando su relato. Catalina explicó cómo había sido mantenida cautiva bajo la falsa protección de Leocadia y del varón de Valladares.

El regreso de Catalina a La Promesa no fue un simple retorno físico; fue la restauración de la verdad. Alonso, Jacobo y la joven regresaron al palacio bajo la lluvia que parecía limpiar no solo el polvo de los caminos, sino también la sombra de la mentira. La casa los recibió en silencio, como si supiera que su justicia estaba a punto de cumplirse.

Al día siguiente, Alonso convocó a todos en el gran salón, con Catalina a su lado. Leocadia apareció, desconcertada y sin saber cómo reaccionar. Alonso pidió silencio absoluto y Jacobo desplegó las pruebas: las cartas falsas, los sellos, el informe del cartero. La evidencia era irrefutable. Leocadia intentó justificarse, alegando que había actuado para proteger la casa y evitar desórdenes, pero Catalina, firme y serena, le reprochó haber usado su nombre para mentir, encerrar a una joven y convertir su silencio en prestigio propio. Alonso, implacable, sentenció: falsificación, privación ilegítima de libertad y conspiración. Leocadia sería encarcelada, y el varón de Valladares quedó en busca y captura. La justicia, lenta pero segura, empezaba a reparar los daños ocasionados.

En la vida cotidiana de La Promesa, la normalidad comenzó a asentarse con pequeños gestos de libertad y ternura. Catalina pudo volver a caminar por los jardines, tocar las hojas y sentir la naturaleza con curiosidad renovada; Alonso leía por fin cartas auténticas, mientras Jacobo organizaba los documentos que habían permitido la verdad. La justicia no solo había llegado para castigar, sino para enseñar que la libertad y la verdad eran imprescindibles.

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Catalina, decidida a recuperar su voz y su nombre, pidió escribir de nuevo. Alonso le cedió con orgullo y ternura la pluma, y ella empezó a escribir no para otros, sino para sí misma. Cada palabra reconstruía su historia y su identidad. Adriano, siempre a su lado, tomó notas mientras ella hablaba, y juntos comenzaron un proceso de narración compartida que reforzaba los lazos de confianza y afecto.

El juicio se celebró con solemnidad, pero sin estridencias. Las pruebas, claras y contundentes, demostraron la culpabilidad de Leocadia y la participación del varón ausente. Catalina habló con claridad y serenidad: no pedía humillación, sino comprensión de que la protección sin libertad es cautiverio, y que la honra no puede justificarse a costa de la dignidad de una persona. El veredicto fue justo: Leocadia condenada y el varón buscado. La Promesa, finalmente, respiraba sin las sombras de las mentiras.

La vida cotidiana recobró su ritmo, pero con una sensación más auténtica. En las cocinas, en los pasillos, en los jardines, los habitantes del palacio aprendieron a reconciliarse, a pedir perdón, a mirar con atención y ternura. Catalina comenzó a escribir su historia de manera consciente, Adriano la escuchaba y anotaba, y Jacobo conservaba la evidencia de la verdad como testimonio de valentía y perseverancia. La justicia había hablado, y la paz regresaba de manera delicada, pero firme.

Alonso, por su parte, se comprometió a mejorar como padre y a cuidar de la normalidad de la casa, entendiendo que el verdadero cuidado no es control absoluto, sino vigilancia atenta y afectuosa. Catalina, con paso seguro, retomó su lugar en la familia y en la historia de La Promesa, junto a su padre y a quienes habían luchado por la verdad.

El regreso de Catalina no solo supuso el fin del engaño de Leocadia, sino el comienzo de una nueva etapa donde la justicia, la verdad y el afecto auténtico se convirtieron en los pilares de la casa. Cada gesto cotidiano, desde tocar una hoja hasta leer una carta real, simbolizaba la recuperación de la confianza y de la vida misma. La Promesa, finalmente, cumplía su nombre: un lugar donde la verdad, la justicia y el amor podían coexistir, sin máscaras ni mentiras, y con la certeza de que, aunque la sombra del engaño haya sido larga, la luz de la honestidad siempre encuentra su camino.