La Promesa, avance del capítulo 680: Secuestro, boda y más sospechas sobre Enora

El amanecer del lunes en La Promesa se presentó con un aire gélido, casi cortante, que calaba hasta los huesos. La vasta finca estaba envuelta en un silencio pesado, solo interrumpido por el crujido de la grava bajo los pies y el susurro del viento que recorría los cipreses. Catalina Luján, cargando a sus mellizos en brazos, avanzaba con sigilo entre las sombras, sintiendo la tensión de cada respiración. Sus hijos dormían plácidamente, pero su calor contrastaba con el frío que la rodeaba, y cada pequeño suspiro le provocaba una mezcla de miedo y amor inconmensurable. Catalina huía de su hogar, de un lugar que antaño le dio identidad, pero que ahora se sentía como una jaula dorada. La carta que había recibido la víspera no era una simple advertencia: era una sentencia. Todo su esfuerzo por mantener el control de su vida parecía esfumarse en un instante. Con cada paso, se repetía mentalmente: “Solo un poco más… hasta la salida, hasta el coche que nos llevará lejos de todo esto”.

Conocía cada rincón de la finca, pero esa noche todo se le antojaba hostil. Las estatuas de mármol parecían vigilantes y los árboles formaban sombras amenazantes. Su equipaje era mínimo: unas joyas, dinero y documentos esenciales. Su plan, aunque desesperado, tenía un aliado: un amigo de su padre enviaría un vehículo en la linde del bosque para llevarlos a un pequeño pueblo costero, donde podría ser una madre anónima y libre.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de alcanzar la verja trasera, una figura imponente apareció ante ella: el Barón de Valladares. Su sonrisa fría y su postura dominante la dejaron paralizada. Catalina intentó justificarse, pero cualquier excusa parecía insuficiente frente a su presencia. El Barón, oliendo a sándalo y tabaco caro, le explicó que había considerado su “situación” y le ofreció un supuesto acuerdo: libertad a cambio de algo que le importaba más que a ella misma. Cuando Catalina preguntó por sus hijos, la sonrisa del Barón se transformó en una mueca cruel: los niños se quedarían bajo su custodia, alejados de su madre. Catalina, rota, entendió que la libertad sin ellos no era más que un tormento. Desgarrada, regresó a la finca, mientras el Barón observaba con una calma perturbadora.

La noticia de la desaparición de Catalina y los mellizos se propagó rápidamente por La Promesa. El pánico se apoderó del personal: doncellas alarmadas, cocineros paralizados y Adriano, consumido por la desesperación, ordenando búsquedas exhaustivas por cada rincón del palacio. Mientras tanto, el Barón se mantenía inexplicablemente sereno, como si la crisis no le afectara, y conducía la situación según un plan calculado que ponía a Catalina completamente bajo su control.

En la cocina, mientras el caos reinaba en los niveles superiores, Enora intentaba mantener la compostura, aunque una conversación con Simona y Teresa revelaba que había secretos en su pasado que aún no podía enfrentar. Su relación con Toño parecía sincera, pero Manuel sospechaba que algo en su historia no encajaba. Decidido a descubrir la verdad, planeaba investigar su pasado en su lugar de origen, Valdecuervos, para asegurarse de que la muchacha no estuviera manipulando a nadie dentro de La Promesa.

Simultáneamente, Vera se encontró con su hermano Federico cerca del invernadero abandonado. La tensión era palpable: su padre, fuera de control, había enviado hombres a buscarla. Federico le aseguró que, por el momento, debía permanecer invisible en La Promesa, trabajando como doncella para protegerse. La seguridad de Vera dependía de permanecer en un refugio temporal en el mismo palacio que antes le parecía una cárcel.

Pía Adarre vivió su propio calvario: debía partir a Aranjuez bajo órdenes irrevocables de don Cristóbal. Empacó sus recuerdos, incluyendo a su hijo Dieguito, a quien confió a Curro con el corazón destrozado. Cada despedida estaba impregnada de dolor y amor, mientras el carruaje se alejaba, llevándose a Pía lejos de todo lo que amaba. La atmósfera de La Promesa se volvió opresiva, cargada de intriga y maquinaciones, con Leocadia observando atentamente los movimientos de Lorenzo y detectando la manipulación que planeaba sobre Ángela y Curro.

Leocadia, consciente de la crueldad de Lorenzo, decidió confrontarlo directamente. Lo sorprendió en la biblioteca, exigiendo respuestas sobre sus intenciones con Ángela. Lorenzo, sin pudor, admitió que su cortejo era un acto de manipulación dirigido a Curro, usando a Ángela como un arma para herirlo. Leocadia, indignada, comprendió que Ángela estaba siendo utilizada y que debía intervenir antes de que el daño fuera irreparable.

Esa misma noche, Leocadia tomó la iniciativa frente a toda la familia. Con un gesto solemne y decidido, anunció el compromiso matrimonial entre Ángela y Lorenzo, dejando a todos en shock. Ángela, paralizada por la noticia; Lorenzo, momentáneamente fuera de sí; y Curro, con el corazón atravesado por la cruel revelación. La declaración no era un motivo de celebración, sino una sentencia de guerra emocional que alteraba para siempre el equilibrio en La Promesa.

Mientras el drama se desarrollaba en las plantas nobles, Samuel observaba con creciente preocupación a Petra, la doncella que mostraba signos claros de enfermedad. Su agotamiento, palidez y torpeza eran cada vez más evidentes. Petra intentaba ocultarlo, pero su deterioro físico y emocional se hacía imposible de ignorar. Samuel comprendió que la enfermedad de Petra representaba un peligro silencioso, un misterio que podría tener consecuencias tan devastadoras como cualquier otra intriga que azotara la finca.

La jornada terminaba, pero en La Promesa la noche apenas comenzaba. La tensión, la desesperación y los secretos se entrelazaban, dejando a cada habitante atrapado en un juego de poder, engaño y sacrificio que definiría los destinos de todos. La lucha por la verdad, la justicia y la protección de los inocentes no había hecho más que empezar, y cada decisión tomada en la oscuridad resonaría con fuerza en el corazón de La Promesa.

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