La Promesa, avance del capítulo 681: Catalina desaparecida y la carta que lo cambia todo

El ambiente en La Promesa se volvió sofocante tras el inesperado anuncio de Leocadia: la unión entre su hijo, el capitán de la Mata, y Ángela. El anuncio cayó como una bomba en la casa, pues nadie esperaba semejante compromiso decidido sin consulta previa. Alonso, el marqués de Luján, no ocultó su indignación, mientras Cruz observaba con desdén y desconfianza la maniobra de Leocadia. La joven Ángela, atrapada en la revelación de su propia madre, apenas pudo contener la rabia y el desconcierto. Todo parecía indicar que el escándalo del compromiso dominaría la velada, pero lo que realmente sacudiría los cimientos del palacio estaba aún por revelarse: la desaparición de Catalina.

La tensión escaló rápidamente cuando Manuel notó la ausencia de su hermana y de sus pequeños. Jana, inquieta, corrió a buscarlos. Lo que encontró fue aterrador: la habitación vacía, las cunas desiertas, un silencio antinatural. La alarma se extendió de inmediato. El palacio entero se sumió en una búsqueda frenética, dirigida por Rómulo, con sirvientes y familiares recorriendo cada rincón. Alonso perdió el temple habitual, clamando órdenes con la desesperación de un padre aterrado. Mientras tanto, Cruz culpaba a todos de negligencia, y Leocadia veía cómo su calculada noticia matrimonial se desvanecía entre el caos.

La búsqueda culminó en un cobertizo abandonado, donde Adriano encontró a los bebés sanos y salvos, cuidadosamente abrigados. La alegría inicial pronto se transformó en una pregunta más oscura: ¿dónde estaba Catalina? El hallazgo de los pequeños descartaba un secuestro violento; alguien los había dejado allí con amor, con el propósito de protegerlos. Todo indicaba que había sido la propia Catalina.

La noche cayó sobre La Promesa cargada de angustia. Los gemelos dormían ya en sus cunas, mientras los adultos debatían sin tregua. Alonso se negaba a creer que su hija hubiera abandonado voluntariamente a sus hijos, mientras Cruz insistía en que Catalina siempre había sido inestable. Manuel defendía con fervor a su hermana, convencido de que algo grave debía de haberla impulsado a actuar así. Adriano, destrozado, se debatía entre la duda y el dolor de pensar que su esposa lo hubiera abandonado.

El servicio, por su parte, susurraba temeroso en las cocinas. La ausencia de Catalina se sumaba a la reciente partida de Pía, creando la sensación de que el palacio expulsaba a todos los corazones nobles. María Fernández, llorosa, confesaba sus temores a Lope, convencida de que algo siniestro habitaba en La Promesa. Incluso Petra, debilitada por el dolor físico, no podía evitar presentir que la casa estaba maldita. Samuel, incapaz de comprender la magnitud de la situación, restaba importancia, lo que desató la ira de Petra, convencida de que nadie quería ver lo que realmente estaba ocurriendo.

Al amanecer, la incertidumbre fue sustituida por un golpe aún más duro: llegó una carta dirigida a Adriano, escrita por Catalina. Sus manos temblaban al abrir el sobre, bajo la atenta mirada de toda la familia. La caligrafía era la suya. La voz de Adriano se quebraba mientras leía en voz alta: Catalina confesaba haber huido. Explicaba que en los últimos meses había sentido una sombra oscura cerniéndose sobre el palacio, una amenaza invisible pero constante. Nadie podía comprenderlo, pero ella lo vivía como una presencia asfixiante que la obligaba a actuar.

En la carta, Catalina reconocía que dejar a sus hijos había sido lo más doloroso de su vida. Los había dejado en el cobertizo porque confiaba en que los encontrarían pronto, abrigados y a salvo. No lo hacía por falta de amor, sino por protegerlos de esa amenaza que ella sentía sobre sí misma. Suplicaba a Adriano que no la buscara, que cuidara de los pequeños y que algún día, si esa sombra desaparecía, tal vez podría volver. La carta terminaba con un adiós cargado de amor y dolor.

El silencio tras la lectura fue insoportable. Alonso no podía aceptar lo escrito, convencido de que alguien debía de haberla empujado a esa decisión. Cruz, en cambio, insistía en tachar las palabras de pura histeria. Manuel sospechaba que algo más oscuro se escondía en La Promesa. Las miradas, inevitablemente, se posaron en Cristóbal y Petra, figuras cada vez más inquietantes en el palacio.

Cristóbal, con su habitual calma calculada, aprovechó el desconcierto. Se erigió en portavoz de la razón, afirmando que no era momento de cazar fantasmas, sino de actuar con firmeza. Con Petra a su lado, anunció que ellos tomarían las riendas del palacio. Declaró a Alonso, Cruz, Adriano y Manuel incapaces de gestionar la crisis por estar demasiado implicados. Decidieron imponer orden: nadie debía hablar de la carta, se reforzaría la vigilancia de los niños y la rutina del palacio debía mantenerse a toda costa. Su discurso firme y autoritario dejó sin voz a los demás, imponiendo un nuevo régimen en la casa.

En ese instante, el poder en La Promesa cambió de manos. Catalina había huido, pero la sombra que mencionaba en su carta parecía haber tomado forma en Cristóbal y Petra, que ahora controlaban el destino de todos. El palacio, sumido en el miedo y la incertidumbre, se encontraba ante una nueva etapa dominada por secretos, imposiciones y un poder oscuro que amenazaba con devorar a todos sus habitantes.