La Promesa, avance del capítulo 682: Catalina desaparece y Manuel celoso de Enora
El episodio 682 de La Promesa, emitido el miércoles 24 de septiembre, marcó un antes y un después en la serie. La historia avanzó con un torbellino de emociones que dejó a todos los personajes tambaleándose entre la desesperación, los secretos y las sospechas. Catalina se esfumó dejando tras de sí dos cartas que destrozaron a quienes más la querían, mientras Ángela, en un acto de valentía y rebeldía, se enfrentaba abiertamente al compromiso forzado con Lorenzo. En las cocinas, las tensiones estallaron entre Lope y Vera, que terminaron protagonizando un enfrentamiento que puso en riesgo su posición en la casa, y en paralelo, Petra reveló a María Fernández un secreto de consecuencias imprevisibles. Y, en medio de todo, crecía la sombra de los celos de Manuel hacia Enora, un sentimiento que todos confundieron con un capricho romántico, cuando en realidad escondía un trasfondo mucho más complejo y peligroso.
La jornada comenzó con la noticia que heló la sangre de toda la familia Luján: Catalina había desaparecido. El rumor se expandió rápidamente desde la doncella que fue a despertarla y encontró la cama intacta, las sábanas frías como el mármol y, sobre la colcha, dos sobres cerrados. Aquellas cartas se convirtieron en dagas para el corazón de los suyos. En el gran salón, el marqués Alonso, tembloroso, sostenía uno de los escritos, sintiendo que cada palabra de su hija era una punzada en el alma. A su lado, Cruz mantenía su implacable rigidez, más preocupada por el escándalo y el honor familiar que por el dolor evidente. Martina, encogida en un rincón, lloraba desconsolada, incapaz de contener el torrente de emociones.
El silencio se rompió cuando Adriano apareció con la segunda carta entre las manos, su rostro pintado de incredulidad y desesperación. Exigió respuestas, pero el marqués no podía ofrecerlas: solo quedaba el vacío de la partida de Catalina. Sus palabras escritas confirmaban su marcha: no soportaba más la vida entre aquellas paredes, un mundo de apariencias y obligaciones que la asfixiaban. Su despedida fue un grito de libertad y desesperación, una renuncia a seguir viviendo atrapada en una mentira. Nadie pudo permanecer indiferente. Alonso se desmoronó como padre, Cruz priorizó el apellido, y Martina lanzó la acusación más dura: todos habían visto cómo Catalina se apagaba día tras día, pero eligieron ignorarlo.
Mientras el dolor calaba en la familia, otra tormenta se desataba en la habitación de Ángela. Obligada a aceptar un compromiso con Lorenzo, la joven no estaba dispuesta a dejarse vender como ganado. Frente al espejo, vio reflejado no su rostro, sino la figura de una extraña, víctima de las ambiciones de su madre. El anillo de compromiso, herencia de la familia de Lorenzo, se convirtió en el símbolo de una esclavitud que no estaba dispuesta a aceptar. Con una valentía insólita, enfrentó a su madre, denunciando la transacción en que pretendían convertir su vida. La discusión escaló hasta una bofetada brutal, pero lejos de doblegarla, encendió en Ángela una chispa de rebeldía. Decidió que no se casaría, que no viviría sometida a la voluntad de otros, y en esa decisión se gestaba una batalla que apenas comenzaba.

En los dominios del servicio, Petra se encontraba atrapada entre la culpa y la debilidad física. Su implicación en el sufrimiento de Pía la consumía por dentro, al punto de afectar su salud. Mareada y agotada, terminó confesando a María Fernández un secreto que había guardado con desesperación. Lo que susurró al oído de la joven doncella tenía el poder de cambiar por completo el equilibrio de fuerzas en La Promesa. María, pese a los años de enemistad, aceptó guardar el secreto y actuar en consecuencia, colocándose en el centro de una intriga peligrosa pero decisiva.
En paralelo, las cocinas ardían en otro tipo de conflicto. La tensión entre Lope y Vera, alimentada por celos, inseguridades y resentimientos, estalló en una fuerte discusión. Lo que empezó por una cacerola terminó en gritos, reproches y objetos volando por el aire. El estallido fue presenciado por la marquesa Cruz, que no dudó en calificarlos de vergüenza para la casa. El castigo pendía sobre sus cabezas, y tanto Lope como Vera comprendieron que habían cometido un error imperdonable. Su relación personal, ya quebrada, había explotado de la peor manera posible, arrastrándolos a un futuro incierto.
Pero mientras los conflictos visibles ocupaban el centro de la escena, un malestar más sutil germinaba en las sombras: la presencia de Enora. Prometida de Toño, su comportamiento despertaba las sospechas de Manuel, quien no lograba confiar en sus sonrisas y miradas calculadas. La observaba con la desconfianza de quien ve a un extraño merodeando demasiado cerca de lo sagrado. Nadie más parecía percibirlo. En las cocinas, Simona interpretó la obsesión de Manuel como celos románticos, un sentimiento inconfesable hacia Enora que lo colocaba en una situación peligrosa frente a Jana. Jana, al escuchar el rumor, quedó atrapada en la duda, insegura de si debía interpretar la desconfianza de su esposo como un simple instinto protector o como un deseo oculto.
La verdad, sin embargo, era mucho más compleja. Manuel no sentía atracción por Enora, sino celos de la normalidad que ella y Toño representaban: una vida sencilla, libre de las cadenas de la nobleza, del peso de los secretos y de las obligaciones. Al mismo tiempo, su instinto le gritaba que aquella mujer escondía algo más, un misterio que podía poner en jaque la ya frágil paz de La Promesa. La incomodidad que generaba en Manuel no era un capricho, sino una advertencia de un peligro que todos preferían ignorar.
El día terminó con un aire cargado de incertidumbre. Catalina ausente, Ángela en rebelión, Petra desvelando secretos, Lope y Vera enfrentados, y Manuel atrapado entre sus sospechas y los malentendidos emocionales. La Promesa, que a simple vista parecía un palacio imponente y estable, mostraba sus grietas más profundas. El episodio 682 no fue un capítulo más, sino la confirmación de que las tensiones internas estaban a punto de desbordarse. Las sombras que caían sobre el palacio no eran solo del anochecer, sino el presagio de que nada volvería a ser igual.