Avance Sueños de Libertad, capítulo 408: La reacción de Gabriel decepciona a Begoña
Sueños de libertad: La confesión de Begoña y la sombra del pasado
El amanecer del 8 de octubre se alzó sobre la finca De la Reina como un cuadro de calma engañosa. La bruma matinal cubría el paisaje, y el canto de los pájaros parecía un susurro ajeno a las turbulencias que agitaban las almas dentro de la casona. Begoña, en su habitación, llevaba horas despierta, inmóvil sobre la cama, con una mano sobre su vientre. Sabía que ya no podía seguir guardando el secreto que la consumía: estaba embarazada. La noticia, que debería haber sido motivo de alegría, se había transformado en una carga insoportable. El hijo que esperaba era de Gabriel, un hombre que en los últimos tiempos le despertaba tanto amor como temor. En sus ojos, Begoña creía ver reflejada la misma sombra que un día habitó en Jesús, su difunto marido. Ese paralelismo la estremecía.
La madrugada anterior había estado marcada por el insomnio. Recordaba cada instante de su vida reciente, desde la tragedia que acabó con Jesús hasta los días de silenciosa complicidad con Andrés. Compartían un secreto oscuro, una verdad imposible de pronunciar. Entre ambos se había forjado un lazo de dolor y de culpa, tan íntimo como peligroso. Cuando el primer rayo de sol iluminó el cristal de su ventana, Begoña comprendió que el tiempo de callar había terminado. No podía seguir ocultando su embarazo, ni mucho menos fingir que nada había cambiado.
En otra parte del pueblo, José Gutiérrez despertaba lentamente. Su hija Cristina, agotada pero feliz, había pasado la noche a su lado. Tras años de ausencia, padre e hija se reencontraban al fin. José, conmovido, apenas podía hablar; su voz, quebrada por la emoción, pronunciaba palabras de amor y arrepentimiento. Cristina lo escuchaba con ternura. Ambos lloraron por los años perdidos, por las mentiras que los separaron, por el miedo que los mantuvo en la distancia. En ese encuentro sincero, el pasado comenzó a sanar. José le confesó las atrocidades cometidas por Pedro de la Reina, el hombre que lo obligó a desaparecer para protegerlas. Cristina, conmovida, lo perdonó. La reconciliación de ambos era una pequeña luz entre tanta oscuridad.
Mientras tanto, en la casa grande, el desayuno familiar se convirtió en un campo de batalla silenciosa. Damián, rígido y sombrío, trataba de mantener el control. Frente a él, Begoña y Andrés intercambiaban miradas discretas, cómplices sin quererlo. Gabriel, observando desde su lado de la mesa, notaba cada gesto, cada palabra contenida. Los celos lo corroían. Desde la noche anterior sospechaba que algo unía nuevamente a su primo y a Begoña, y no podía soportarlo. Con voz cargada de sarcasmo, lanzó una insinuación venenosa sobre su cercanía. Damián, harto de la tensión, golpeó la mesa y ordenó silencio. Gabriel, fuera de sí, abandonó el comedor, dejando tras de sí un rastro de resentimiento.
Horas después, en un momento de aparente calma, Begoña decidió enfrentarlo. Lo buscó en su despacho y, con voz temblorosa, confesó la verdad: estaba embarazada. Gabriel la miró, incrédulo. Durante unos segundos, el silencio fue absoluto. Luego, su rostro se endureció. En lugar de abrazarla o compartir su alegría, una expresión de duda y desconfianza lo invadió. «¿Es mío?», preguntó con frialdad. La pregunta cayó como una daga. Begoña sintió cómo la esperanza se desvanecía. Su cuerpo tembló, no por miedo, sino por la profunda decepción de comprobar que el hombre al que le entregó su confianza era incapaz de hacerlo a ella.
Gabriel, dominado por los celos, se encerró en sus pensamientos. Su mente lo traicionaba con imágenes de Begoña y Andrés juntos. Buscó a María, su aliada habitual, para desahogarse. Ella lo escuchó con una mezcla de fingida compasión y cálculo. Sabía que esa tensión podía volverse útil para sus propios intereses. Le aconsejó prudencia, asegurándole que los celos podían destruirlo todo. Sin embargo, su advertencia solo avivó la obsesión de Gabriel, quien comenzó a convencerse de que Begoña le ocultaba algo más que su embarazo.

Mientras tanto, en la casa de los Merino, Luz reunió a la familia para revelar la verdad sobre José Gutiérrez y el papel de don Pedro en su desaparición. Las revelaciones fueron devastadoras. Digna lloró en silencio, incapaz de asumir el peso de las culpas familiares. Joaquín, lleno de resentimiento, se negó a perdonar a Irene, a quien seguía culpando por haber jugado con sus sentimientos. La tensión entre madre e hijo se volvió insoportable, y Joaquín acabó marchándose con furia, dejando a Digna sumida en la tristeza. La cadena de sufrimiento parecía no tener fin.
Andrés, buscando reconstruir lo que la verdad había destruido, se acercó a su padre. Pero Damián, roto por la traición y por la revelación de los crímenes de su propio hijo Jesús, era incapaz de perdonar. En su interior, seguía sintiendo que su mundo se había derrumbado. Todo lo que había creído durante años era una mentira. La figura idealizada de su hijo se había desvanecido, y Digna, al haber guardado silencio, se había convertido en el reflejo de esa mentira. La reconciliación parecía imposible.
En medio de tanta desolación, pequeños gestos de humanidad surgían como flores entre ruinas. Irene, agradecida, buscó a Damián para agradecerle por haberla ayudado a reencontrarse con José y Cristina. Su conversación fue serena, cargada de respeto y melancolía. Damián, aunque abatido, halló consuelo en sus palabras. En ese intercambio de gratitud, vislumbró que no todo estaba perdido. A pesar de las heridas, aún quedaban personas dispuestas a perdonar y a tender puentes.
Por otro lado, Luis se acercó a Cristina, deseando ofrecerle apoyo. Entre ellos se respiraba una complicidad que iba más allá de la amistad. Sus miradas, cargadas de emoción, insinuaban sentimientos que ninguno se atrevía a nombrar. En un entorno dominado por los secretos, su conexión era un respiro de sinceridad.
De vuelta en la finca, Begoña permanecía sola, enfrentando las consecuencias de su confesión. Las palabras de Gabriel aún resonaban en su mente, pesadas como piedras. Su decepción era tan grande que apenas podía respirar. Sabía que su amor se había fracturado, que la desconfianza de él no tenía vuelta atrás. Miró por la ventana, hacia el horizonte teñido de rojo al caer la tarde, y comprendió que su vida había cambiado para siempre. La criatura que llevaba dentro era su única certeza, el símbolo de un nuevo comienzo que tal vez tendría que afrontar en soledad.
Así, entre culpas, celos y secretos, las vidas de todos los personajes quedaban entrelazadas una vez más. La verdad, por fin revelada, no trajo paz, sino nuevas tormentas. Pero también dejó abierta una posibilidad: la de empezar de nuevo, aunque fuera entre las ruinas del pasado.