‘Valle Salvaje’ capítulo 274: José Luis decide: el Valle en llamas

José Luis decide: el Valle en llamas

El amanecer del 13 de octubre se alzó sobre el Valle Salvaje con el aire denso de las tragedias inminentes. Nada parecía fuera de lugar: el rocío en los rosales, las ventanas abiertas al viento fresco, los criados yendo y viniendo como cada mañana. Pero tras las paredes de la Casa Grande, el mundo de los Gálvez de Aguirre ardía en silencio. José Luis, el duque, acababa de descubrir la verdad que cambiaría su vida y el destino de todo el Valle: su esposa, Victoria, había traicionado no solo su confianza, sino el mismo linaje que juró proteger.

Encerrado en su despacho, con la mirada perdida más allá del horizonte, el Duque sentía cómo el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Una carta —la última confesión de Úrsula— había revelado lo impensable: Victoria había urdido una conspiración para arrebatarle a su propio hijo y manipular el futuro de la familia. Cada palabra escrita era un golpe seco en su alma, una herida abierta que supuraba decepción y rabia. En esa soledad helada, José Luis comprendió que ya no podía confiar en nadie. Solo en una persona veía un destello de verdad: Adriana, la joven que había tenido el valor de mostrarle la traición sin exigir nada a cambio.

Mientras tanto, en los aposentos de la duquesa, la tempestad tenía nombre propio: Victoria. Como una leona herida, recorría la habitación con el orgullo hecho trizas. Había suplicado, llorado y acusado, pero la mirada de su esposo había sido más cortante que cualquier palabra. La carta de Úrsula había destruido su máscara. Frente al espejo, la duquesa juró no rendirse. No perdería el poder, aunque tuviera que arrastrar a todos al infierno con ella. “Este palacio es mío”, se dijo, con las uñas hundidas en las palmas.

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Su juramento apenas terminó de resonar cuando Brígida, su doncella, tocó la puerta. José Luis la citaba en el salón principal… y también a Adriana. El nombre bastó para que un sudor frío recorriera su espalda. Aquella no era una reunión familiar; era una ejecución. Pero Victoria, experta en el arte de la apariencia, se vistió con su mejor vestido y descendió al encuentro, decidida a fingir serenidad ante el abismo.

Adriana, por su parte, aguardaba en su habitación con el alma encogida. La carta que había entregado la noche anterior pesaba más que cualquier secreto. Sabía que había encendido una mecha y que el fuego pronto consumiría todo. Pero también sabía que callar hubiera sido condenarse. Así, con la dignidad de quien ya no tiene nada que perder, bajó al salón, dispuesta a enfrentar su destino.

El gran salón, testigo de las glorias pasadas de los Gálvez de Aguirre, se transformó esa mañana en un tribunal silencioso. José Luis, erguido junto a la chimenea, era la imagen misma del juicio. Victoria entró primero, altiva, con una sonrisa que no alcanzaba los ojos. Adriana la siguió, sencilla pero luminosa, un contraste que encendió la tensión como un fósforo. El silencio fue absoluto. Solo el tictac del reloj marcaba los segundos antes del veredicto.

“Os he reunido aquí porque he tomado una decisión irrevocable”, anunció el Duque, su voz grave y firme. Sus ojos se clavaron primero en Victoria. “Has profanado lo más sagrado que teníamos. Has mentido, has conspirado y has puesto en duda la legitimidad de nuestro hijo”. La duquesa intentó interrumpirlo, pero él la calló con un rugido: “¡Silencio! No me interrumpas. Ya nada de lo que digas tiene valor”.

El salón temblaba con sus palabras. Y entonces, girándose hacia Adriana, su tono cambió. “Has demostrado una lealtad que pocos poseen. Has traído la verdad a esta casa, aunque te costara todo. Por eso, te ofrezco un papel que pocos merecen: quiero que tomes las riendas de esta casa. Serás la intendente principal del palacio, con poder absoluto sobre el servicio, las finanzas y la organización de todos los asuntos domésticos.”

El aire se cortó de golpe. Victoria se puso de pie, pálida, con los ojos desorbitados. “¡No puedes hacer eso!” gritó con furia contenida. Pero José Luis fue implacable: “Puedo y lo haré. Sigues siendo la Duquesa de nombre, pero desde hoy, todo lo que ocurra aquí pasará por las manos de Adriana”. Era la humillación definitiva. José Luis no la expulsaba, pero la despojaba del poder real, condenándola a ser una sombra en la casa que había dominado durante años.

Adriana, temblando, miró al Duque. Sabía lo que su aceptación significaba: exponerse a la venganza de Victoria. Pero también veía en los ojos de José Luis un ruego silencioso, la necesidad de alguien en quien confiar. “Sí, Duque —susurró al fin—. Acepto.” Esa palabra resonó en el salón como un trueno. Era el final de una era.

Victoria salió del salón sin mirar atrás, pero el fuego en sus ojos prometía guerra. El Valle Salvaje acababa de dividirse en dos bandos, y la paz se había roto para siempre.

Mientras en la Casa Grande se libraban batallas de orgullo, más abajo, entre los trabajadores, otra intriga crecía. Alejo, el capataz, descubrió un plano antiguo de la mansión escondido entre las pertenencias de su esposa, Luisa. Al principio pensó que era una casualidad, hasta que vio las marcas en los márgenes: pasadizos secretos, habitaciones ocultas y, sobre todo, la ubicación de la talla de los Gálvez de Aguirre, la reliquia más valiosa de la familia. Su sangre se heló. ¿Qué hacía su mujer con eso?

El interrogatorio fue inmediato. Luisa, aterrada, intentó mentir, culpando a su hermano Tomás. Pero la mentira olía a miedo. Alejo entendió que había una conspiración en marcha y juró proteger a los Gálvez de Aguirre, incluso si eso significaba enfrentarse a su propia familia.

En una taberna del pueblo, Tomás bebía aguardiente mientras planeaba el robo que podría cambiar su vida. Despreciaba a su hermana y odiaba su sumisión, pero necesitaba su acceso a la Casa Grande. La talla sería su boleto a la fortuna. Nada —ni la sangre ni el honor— se interpondría en su camino.

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Y mientras el crimen se gestaba en las sombras, en los salones de la nobleza otra batalla se libraba: Don Hernando de la Serna, patriarca implacable, presionaba a su hijo Leonardo para casarse con Irene Gálvez de Aguirre. Su amor por Bárbara, la maestra del pueblo, era un escándalo que amenazaba sus planes. “Te casarás con Irene”, le dijo con voz de hielo, “y si esa mujer se interpone, la destruiré”.

Leonardo huyó del enfrentamiento buscando consejo en su tía Mercedes, la matriarca de los Gálvez. Pero no sabía que Bárbara lo había oído todo. Las palabras de Don Hernando la desgarraron, pero al escuchar la promesa de Leonardo —“Lucharé por ella, aunque sea lo último que haga”— algo cambió en su interior. El miedo dio paso al coraje.

Mientras tanto, el dolor también se colaba en la servidumbre. Francisco descubría que su hermano Martín, castigado cruelmente por órdenes de la Duquesa, estaba al borde del colapso. El médico del pueblo fue claro: si seguía trabajando así, moriría. Matilde, su hermana, estalló. “Esto se acabó —dijo—. No voy a dejar que esa mujer lo mate.” Y con paso firme, se dirigió hacia la Casa Grande.

El Valle Salvaje ardía en todos los frentes. Entre duques traicionados, esposas humilladas, amores prohibidos y secretos a punto de estallar, el destino del palacio pendía de un hilo. José Luis había tomado su decisión. Pero lo que nadie imaginaba era que con ella había encendido una llama que pronto consumiría a todos.

El lunes, el Valle no volverá a ser el mismo.