La Promesa: Ángela y Curro vencen la gran conspiración
Ángela y Curro vencen la gran conspiración: el día que La Promesa ardió y renació entre secretos
El amanecer trajo un aire distinto al palacio de La Promesa. Durante semanas, la tensión se había acumulado como una tormenta contenida; los pasillos parecían respirar mentiras y cada rincón ocultaba un susurro peligroso. Pero en esa mañana cargada de presagios, todo estalló. Lo que comenzó como una intriga silenciosa se transformó en una guerra de lealtades, amor y traición que cambiaría para siempre el destino de todos.
En el hangar, la traición tomaba forma con rostro dulce. Enora, siempre sonriente y calculadora, jugaba una partida que pocos imaginaban. Mientras aparentaba ser la ayudante leal de Manuel, en realidad negociaba con un poderoso empresario de la capital la venta de los planos de aviación que él había creado con tanto esfuerzo. La supuesta casa que decía no poder alquilar era solo una cortina de humo para justificar sus viajes y comunicaciones secretas. Toño, su compañero, fue el primero en notar la chispa de falsedad en su mirada. Esa llamada corta, esa sonrisa triunfante… todo encajaba demasiado bien.
Lo que nadie sospechaba era que Enora no trabajaba sola. Su cómplice era Beltrán, el recién llegado amigo de Jacobo, cuya amabilidad escondía una misión oculta. En realidad, Beltrán era un investigador contratado por el Duque de Carril, el mismo hombre que había convertido la vida de su hija —Vera, la verdadera Mercedes— en un infierno. Su tarea era infiltrarse en La Promesa, ganarse la confianza de todos y enviar información al duque. Y Enora, movida por la ambición, era su enlace interno.
Mientras tanto, en las cocinas, Vera reaparecía. Pero ya no era la misma joven temerosa y dulce que todos recordaban. Fría, distante y con los ojos vacíos, hablaba con Lope y Teresa como si fueran extraños. Nadie comprendía qué le había pasado… hasta que la verdad emergió como un golpe brutal: su padre, el despiadado Duque de Carril, la había obligado a regresar bajo amenaza de muerte. Si no obedecía sus órdenes y aceptaba casarse con Santos Pellicer, el Duque se encargaría de hacerle daño al único hombre que ella amaba: Lope.
Cada palabra dura que Vera le decía a Lope no era desdén, sino sacrificio. Quería alejarlo para salvarlo, aun a costa de destrozar su propio corazón. Su frialdad era un escudo; su regreso, una condena. Ella no había vuelto al hogar, había regresado a una jaula dorada.
En la planta noble, Adriano se hundía en una tristeza insondable. La ausencia de Catalina lo había sumido en un vacío absoluto. Martina, desesperada, trataba de devolverle la esperanza mientras Jacobo y Leocadia desmantelaban en silencio todo lo que Catalina había construido: cerraban el dispensario, cancelaban los proyectos sociales y restablecían el viejo orden opresivo. Lo que para ellos era “restaurar la tradición”, para Martina era un acto de crueldad. Su enfrentamiento con ellos solo sirvió para revelar la magnitud del odio de Leocadia.
Sin embargo, el destino aún guardaba un hilo de vida. Petra, tras días al borde de la muerte, mostraba señales de recuperación. Pero detrás de su aparente mejoría se escondía una verdad venenosa: alguien la había estado envenenando poco a poco. El asesino, aún libre dentro del palacio, observaba desde las sombras, esperando el momento de terminar su obra.
Ángela, por su parte, vivía bajo el acoso constante del capitán Lorenzo, cuya obsesión enfermiza la ahogaba. Una mañana, él intentó acompañarla a la estación con la excusa de protegerla. Ella, demostrando una astucia inesperada, jugó con su vanidad: insinuó que un viaje juntos podría manchar su reputación. La trampa funcionó, y Ángela logró escapar sola.
En la estación, el destino le presentó a Beltrán. Su encanto, su inteligencia y su forma de mirarla sin juicio la conmovieron profundamente. Por primera vez, Ángela sintió libertad… sin saber que aquel hombre era parte de la conspiración que estaba destruyendo su mundo. Beltrán no solo la seducía: la estudiaba, la usaba para abrir las puertas de La Promesa y cumplir los deseos del Duque.
Mientras la mentira florecía, Leocadia tejía su plan más oscuro. Citó a Curro en su despacho y, por primera vez, bajó la guardia: le confesó que sabía de su amor por Ángela y que deseaba protegerla. Le ofreció su bendición, pero a cambio de un sacrificio casi imposible. Le pidió que robara documentos incriminatorios de Lorenzo para destruirlo públicamente. Lo que Curro no sabía era que todo era una trampa.
Con el corazón dividido entre la sospecha y el amor, Curro aceptó la misión. Esa misma noche viajó a la ciudad, irrumpió en el despacho de Lorenzo y encontró un diario que contenía cartas firmadas con una sola inicial: L. En ellas, se revelaba que Leocadia era la aliada principal de Lorenzo, la mente detrás del intento por apoderarse de La Promesa. Todo había sido un engaño para eliminarlo.
El tiempo se agotó. Lorenzo apareció con una pistola, seguro de su victoria, pero no contaba con la astucia del marqués Alonso. Alertado por Toño, quien había seguido a Enora y descubierto la traición, Alonso había organizado una redada con la Guardia Civil. Lorenzo fue arrestado en el acto, y Curro se salvó por un hilo.
En cuestión de horas, todo el castillo se sumió en un torbellino de revelaciones. Leocadia, desenmascarada, intentó mantener su fachada de autoridad, pero ya nadie la creía. Fue arrestada junto a Jacobo, cuyos manejos y conspiraciones quedaron expuestos. Enora y Beltrán fueron capturados también; su traición dejó a Manuel destrozado, pero más sabio. El Duque de Carril, el verdadero titiritero, fue finalmente acorralado por la justicia.

Con la caída de los villanos, La Promesa comenzó a sanar. Vera se liberó del yugo de su padre y, entre lágrimas, confesó toda la verdad a Lope, quien la perdonó sin dudarlo. Su amor, probado por el miedo y la mentira, resurgió con una fuerza más pura que nunca.
Adriano, al enterarse de que Jacobo y Leocadia habían sido detenidos, sintió que el aire volvía a sus pulmones. Martina, cantándole una nana que Catalina solía entonar, logró que una lágrima cayera por su mejilla: el primer signo de vida tras tanta oscuridad.
Y en los jardines, cuando la noche se tiñó de esperanza, Ángela y Curro se encontraron. Él, exhausto pero libre, le contó todo lo que había descubierto. Ella lo escuchó en silencio, con los ojos inundados de emoción. “Arriesgaste tu vida por mí”, susurró. “Lo haría mil veces más”, respondió él antes de besarla, uniendo por fin sus destinos bajo un cielo que por primera vez no pesaba sobre ellos.
Petra seguía viva, aunque el misterio del veneno quedaba sin resolver. El peligro no había desaparecido del todo, pero la sombra más grande ya se había disipado.
El palacio respiró aliviado. Las máscaras habían caído, las mentiras se habían roto y los corazones, aunque heridos, seguían latiendo. La Promesa había sobrevivido a su noche más larga, y en sus muros aún temblaban los ecos de lo ocurrido. Pero entre tanto dolor, el amor —en todas sus formas— había resistido, demostrando que ni la ambición ni la traición pueden apagar la llama de la esperanza.
Así, mientras el sol nacía sobre los campos dorados, un nuevo día iluminaba el palacio. El día en que Ángela y Curro vencieron la gran conspiración y La Promesa volvió a ser, por fin, un hogar donde el amor triunfó sobre las sombras.