LA PROMESA: Alonso rescata a Catalina del cautiverio y descubre que Leocadia está involucrada Avance

Y en los próximos capítulos de La Promesa: El regreso de Catalina y la venganza del marqués Alonso

El tiempo se ha convertido en un enemigo silencioso en La Promesa. Los días han dejado de tener significado, y los ecos del nombre “Catalina” se han transformado en susurros de angustia que recorren los pasillos del palacio como fantasmas del pasado. Nadie sabe con certeza qué fue de ella, y el silencio que la envuelve es tan profundo que parece gritar. Pero cuando todo parece perdido, un giro inesperado cambiará el destino de los Luján para siempre.

Adriano, consumido por la incertidumbre, no puede seguir fingiendo que confía en las respuestas vacías del convento ni en la calma forzada del marqués Alonso. Cada amanecer lo encuentra vagando por los jardines, buscando señales, repasando una y otra vez las últimas cartas de Catalina —esas palabras dulces que ahora sabe que fueron falsificadas—. Las lee hasta que el papel amenaza con romperse, como si en cada línea pudiera encontrar un rastro de verdad. Pero una tarde, su paciencia se agota. Con el corazón desbocado, se dirige al despacho del marqués.

Alonso, con el semblante cansado y los ojos hundidos por las noches sin dormir, lo recibe en silencio. Sabe perfectamente de qué quiere hablar. “Es sobre Catalina, ¿verdad?”, pregunta antes de que Adriano pronuncie una sola palabra. El joven asiente, temblando. “Ya no puedo seguir creyendo que está bien, señor. Ha pasado demasiado tiempo. Nadie desaparece así.” Alonso guarda un largo silencio. Cierra el libro que tenía frente a él y, por primera vez, deja que se vea la preocupación en su rostro. “Créeme, hijo, yo también temo lo peor. Pero este palacio está lleno de ojos. Hay fuerzas que nos superan.”

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Adriano lo mira fijamente, decidido a decir lo que lleva semanas sospechando. “¿Se refiere a Leocadia, verdad?” El silencio del marqués es una confesión. Adriano continúa, con la voz al borde del temblor: “Ella falsificó la carta, ella manipuló todo. La he visto hablar en secreto con criados, escondiendo papeles. Si alguien sabe dónde está Catalina, es Leocadia.” Alonso lo escucha con atención, pero su tono se mantiene prudente. “Cuidado, Adriano. Las acusaciones sin pruebas pueden destruir vidas. Si ella es culpable, caerá por su propia lengua.”

Y mientras el marqués intenta mantener la calma, en la planta superior, Leocadia sigue moviendo sus hilos con una frialdad calculada. Ningún secreto escapa a su oído. Sabe de las sospechas, de los movimientos del marqués, de la desesperación de Adriano. Manipula órdenes, borra rastros, intercepta cartas. Es una araña en el centro de su telaraña, convencida de que tiene todo bajo control. Pero incluso la más astuta de las arañas puede caer en su propia trampa.

Una mañana, el marqués recibe una carta misteriosa. El sobre, sin firma ni escudo, está cubierto de polvo y huele a humo. Dentro, unas pocas líneas escritas con urgencia: “Si quiere reencontrar a Catalina, busque la dirección indicada. Pero vaya solo. Hay demasiados ojos en La Promesa.” Alonso siente cómo la sangre se le congela. Aquellas palabras despiertan una chispa de esperanza, pero también un presentimiento oscuro. Antes de que pueda reaccionar, una voz familiar lo interrumpe: Leocadia.

Vestida de negro, entra al despacho con una sonrisa enigmática. “He oído que ha recibido correspondencia urgente”, dice fingiendo inocencia. Alonso disimula, esconde la carta bajo un libro y responde con frialdad: “No es nada que deba preocuparle.” Ella insiste, provocando, observándolo como si pudiera leerle el alma. “Tal vez noticias de Catalina…”. Alonso la corta con una mirada gélida. “Nada que deba saber.” La tensión entre ambos se vuelve insoportable. “Le aconsejo que no se entrometa más en mis asuntos”, dice el marqués, y Leocadia, ofendida, se retira con una advertencia disfrazada de cortesía: “La lealtad, Alonso, es frágil. No todos los que le tienden la mano lo harán para salvarlo.”

Esa misma noche, Alonso se prepara en secreto. Ordena una carreta, guarda la carta en su abrigo y abandona el palacio sin decir una palabra. El camino hacia la ciudad vecina es largo y el viento helado parece presagiar tragedia. Al llegar al lugar indicado, encuentra una casa abandonada. La puerta se abre con un chirrido y un silencio sepulcral lo envuelve. Avanza con una lámpara en mano, hasta que un débil suspiro lo detiene. Baja las escaleras y allí, en un rincón del sótano, ve una figura encogida. “Catalina…” murmura incrédulo.

Ella levanta el rostro. Está pálida, débil, irreconocible. “Padre…” logra decir con un hilo de voz antes de caer en sus brazos. Alonso la sostiene, temblando. “Hija mía, ¿qué te han hecho?” Ella llora, agotada. “Me encerraron aquí… pensé que nunca volvería a verte.” Sin perder un segundo, el marqués la saca de allí. La cubre con su abrigo y emprende el regreso, jurando en silencio que los responsables pagarán.

Al llegar a La Promesa, Alonso actúa con cautela. Ordena a María que prepare una habitación apartada y que no diga nada a nadie. Catalina, apenas consciente, es atendida con ternura. Cuando despierta al amanecer, su padre está junto a ella. “Estás en casa, hija mía. Ya estás a salvo.” Pero la calma dura poco. Cuando Alonso le pregunta quién la ha retenido, Catalina se estremece. “Dijeron que si hablaba, te harían daño… pero no puedo callarlo más. Fue Leocadia. Y el varón de Valladares.”

El marqués queda paralizado. “¿El varón?” Catalina asiente entre lágrimas. “Planeaban destruir a los Luján. Me obligaron a firmar un documento renunciando a la herencia. Querían unir sus fortunas, quedarse con todo.” La rabia de Alonso se convierte en fuego. “Esos miserables…” Catalina le toma la mano, rogándole calma. “Prométeme que no actuarás ahora. Son peligrosos.” Alonso la mira a los ojos: “Prometo protegerte… pero no quedarme quieto.”

Durante los días siguientes, Alonso mantiene la farsa. Desayuna con Leocadia, intercambia frases corteses, pero su mirada ya no oculta el desprecio. “¿Durmió mal, Alonso?”, pregunta ella con su sonrisa habitual. “He pensado en viejos amigos… y en enemigos que se disfrazan de ellos”, responde él sin mirarla. Leocadia ríe con nerviosismo, pero siente el peligro acercarse.

Mientras tanto, Adriano y María cuidan a Catalina en secreto. Ella recupera fuerzas y revela más detalles: los sobornos, las amenazas, las visitas nocturnas del varón. Cada palabra es una prueba más de la conspiración. Adriano, furioso, promete justicia. “Pagarán por cada lágrima que derramaste.”

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Y esa justicia no tarda en llegar. Una mañana, los soldados del sargento Burdina irrumpen en el palacio. Leocadia intenta mantener la compostura. “¿Qué significa esto?” Alonso se levanta con serenidad helada. “Significa que su juego terminó.” Burdina le muestra la orden: “Queda arrestada por conspiración y secuestro de la señorita Catalina Luján.” Leocadia palidece. “¡Mentira! ¡No tienen pruebas!”

Entonces, la puerta del salón se abre y una voz firme resuena: “Yo soy la prueba.” Catalina aparece viva, erguida, con lágrimas de fuerza contenida. El rostro de Leocadia se descompone. “Tú… no puede ser…” “Y sin embargo, aquí estoy”, responde Catalina con valentía. “Tú y el varón quisisteis destruirnos, pero se acabó.” El varón, que había intentado huir, es detenido en la puerta por los guardias.

Alonso se acerca a Leocadia. “Te metiste con mi familia, con la sangre de los Luján. Ahora pagarás por cada mentira.” Ella intenta hablar, pero su voz se ahoga entre lágrimas. Catalina abraza a su padre. “Gracias por creer en mí.”

Y así, entre lágrimas, justicia y revelaciones, La Promesa cierra uno de sus capítulos más intensos. Pero como bien sabemos, en este palacio cada victoria trae consigo una nueva amenaza. ¿Buscará Leocadia venganza? ¿O el varón logrará escapar de la justicia? Lo sabremos pronto, amigos… porque esta historia apenas comienza.