‘Valle Salvaje’ capítulo 282: Victoria descubre un robo y Mercedes recibe una visita inesperada
** Victoria descubre un robo y Mercedes recibe una visita inesperada.**
El jueves en Valle Salvaje amaneció envuelto en una niebla densa y fría que se aferraba a cada rincón del palacio, como si la naturaleza misma presagiara la tormenta que estaba por desatarse. La ausencia de Bárbara se sentía en cada pasillo, en cada mirada temerosa de la servidumbre, y el aire estaba cargado de un silencio inquietante, casi doloroso, que parecía anunciar desgracias mayores. La noticia de su desaparición había recorrido la casa primero como un murmullo, luego como un miedo palpable que escaló desde la cocina hasta los aposentos principales. Nadie sabía dónde estaba, y cada intento de rastrearla se convertía en un callejón sin salida: el padre Miguel no la había visto desde la misa del domingo, los caminos cercanos permanecían vacíos, y el bosque parecía haberla tragado.
Mientras la servidumbre mantenía un silencio tenso en torno al fuego, Isabel, la gobernanta, intentaba mantener la compostura, aunque su rostro delataba el miedo que sentía. “Revisen los terrenos del norte nuevamente”, ordenó al jefe de mozos de cuadra. “Y que alguien vaya al pueblo. Pregunten en la posada, en la botica, en la iglesia”. Pero sus palabras, destinadas a tranquilizar, sonaban vacías incluso para ella misma: algo estaba mal, muy mal, y sabía que Bárbara no se comportaría de manera tan imprudente sin una razón grave.
En el gran salón, la tensión crecía. Don Hernando, lejos de mostrar preocupación, exudaba irritación y miedo por el potencial escándalo que la desaparición de Bárbara podría causar. Mercedes, intentando mantener la calma y coordinar la búsqueda, sentía cómo la desesperación se mezclaba con la impotencia. Todos en el palacio, excepto uno, estaban atrapados por la misma pregunta: ¿dónde estaba Bárbara? Ese alguien era Victoria.

En su alcoba del ala este, Victoria permanecía inmóvil, helada ante la ventana abierta de par en par, su respiración rápida y superficial. Sus ojos, normalmente acerados, estaban desorbitados mientras se enfocaban en un pedestal vacío junto a su tocador. No era Bárbara lo que la preocupaba, sino algo mucho más valioso: la Madona de Marfil, una talla diminuta pero invaluable, regalo de bodas de su abuelo y símbolo de la fortuna familiar, había desaparecido. La ira y el pánico la consumían mientras recorría la habitación, palpando el vacío que antes albergaba la reliquia. La habitación fría y silenciosa parecía amplificar su desesperación; no había señales de entrada por la ventana, ni evidencia de un intruso externo. El robo solo podía haber sido obra de alguien dentro del palacio.
—¡Luz! —gritó, llamando a su doncella—. ¡Mira! ¡No está!
Luz, desconcertada, apenas comprendía lo que veía. La Madona había desaparecido, y con ella la sensación de seguridad de Victoria. Su orden fue clara y temeraria: interrogar a todo el servicio, registrar habitaciones y pertenencias, buscar cada pista, cada indicio. Isabel, aunque horrorizada por la acusación implícita hacia quienes había protegido durante años, entendió que debía actuar. La amenaza de Victoria era seria, y la responsabilidad recaía sobre ella.
Mientras Isabel comenzaba la investigación, el palacio se sumía en una atmósfera de sospecha y miedo. La desaparición de Bárbara, combinada con el robo, había fracturado la tranquilidad de Valle Salvaje. Los criados miraban de reojo, temerosos de ser señalados injustamente. Cada entrevista, cada revisión de cuartos, se convirtió en un proceso humillante. Luisa, la nueva sirvienta, mantenía la mirada baja y respondía con monosílabos; Tomás, el mayordomo, mantuvo su dignidad y calma, defendiendo su lealtad y compromiso con la familia, aunque la sospecha ya estaba sembrada en los corazones de algunos. Atanasio, el capataz, observaba desde las sombras, sus ojos codiciosos interpretando cada gesto, cada palabra, como evidencia de un complot contra él, alimentando su propio plan de manipulación y venganza.
Mientras la tensión crecía dentro de los muros, otra tormenta se gestaba en el gran salón. Mercedes, agotada por la búsqueda y por la presión de don Hernando, apenas podía mantenerse en pie. Su desesperación se intensificó cuando el patriarca irrumpió, furioso, exigiendo respuestas y ordenando que la boda de Leonardo e Irene continuara a pesar de las circunstancias. Sus palabras eran órdenes que dejaban poco espacio a la negociación: la reputación de la familia estaba por encima de todo, incluso del bienestar de quienes sufrían en ese momento. Mercedes, atrapada entre la obediencia y el miedo, sentía cómo la presión la aplastaba, mientras intentaba mantener la dignidad y el control en medio del caos.
El día avanzó entre búsquedas infructuosas, puertas cerradas y habitaciones inspeccionadas. Victoria permanecía encerrada, consumida por su ira y dolor, mientras la servidumbre se movía silenciosa, asustada de cometer un error que pudiera costarles el puesto o la seguridad. Atanasio, paciente y calculador, esperaba el momento perfecto para sembrar la duda y señalar a los sospechosos que él mismo había decidido incriminar. La tensión en el palacio alcanzaba su punto máximo: la mezcla de miedo, desconfianza y peligro acechaba en cada esquina.

Finalmente, cuando la noche cubría Valle Salvaje con su manto de lluvia y viento, Mercedes se retiró a su despacho, agotada, sumida en un silencio absoluto. La presión de Don Hernando, el robo y la desaparición de Bárbara la habían dejado al borde de la desesperación. El crujido de una rama llamó su atención, un sonido seco que rompió la quietud y disparó su instinto de alerta. Con el corazón latiendo a mil por hora, se acercó a la terraza, atizando el miedo con cada paso. La lluvia y el viento dificultaban la visión, pero un golpe contra el cristal reveló una silueta, un bulto que parecía más un montón de ropa que un ser humano.
Cuando Mercedes apartó el cabello embarrado de la figura, reconoció con horror y alivio mezclados los rasgos que temía nunca volver a ver. Era Bárbara, viva pero maltrecha, cubierta de arañazos y hematomas, temblando con fuerza, con la respiración entrecortada y los labios partidos. Sus palabras eran apenas un susurro: alguien la había encontrado, alguien que le había causado aquel estado. La visita inesperada confirmaba que los horrores de Valle Salvaje estaban lejos de terminar; apenas estaban comenzando, y un nuevo capítulo de misterio y peligro se abría ante los habitantes del palacio.
El regreso de Bárbara cambió todo: la angustia se transformó en urgencia, el miedo en necesidad de acción, y el palacio entero, desde Victoria hasta Mercedes, comprendió que la pesadilla que los envolvía no había hecho más que empezar. La combinación de desaparición, robo y amenazas veladas dejaba claro que los secretos de Valle Salvaje todavía tenían mucho que revelar, y que cada personaje estaba a punto de enfrentarse a consecuencias que cambiarían para siempre su destino.