Sueños de Libertad Capítulo 425 (María detiene a Gabriel en el hospital y descubre toda la verdad)
El capítulo de Sueños de libertad nos lleva al hospital
El hospital estaba envuelto en un silencio tenso, solo interrumpido por el pitido constante de las máquinas que vigilaban la vida de Andrés. Gabriel se acercaba a la cama, con una jeringa de morfina en la mano, su rostro reflejando la mezcla de miedo y determinación de alguien que estaba al borde de cruzar una línea peligrosa. Cada paso que daba hacía eco en la habitación, aumentando la tensión hasta que, de repente, María apareció como un rayo, interceptando su acción. —¡Gabriel, no toques a mi marido! —gritó con un furia contenida y los ojos llenos de incredulidad.
Gabriel, sorprendido y nervioso, levantó las manos, buscando explicarse: —Espera, María, por favor… —suplicó con voz temblorosa, intentando que ella entendiera su desesperación. Pero María no estaba dispuesta a escuchar. —Nunca creí que serías capaz de algo así —dijo con un tono cortante, señalando la jeringa—. ¿Querías matar a mi marido? ¿Para eso viniste esta noche?
El silencio se hizo pesado, cargado de tensión y reproche. Gabriel bajó la mirada y murmuró con voz baja: —No soy un asesino. Pero María, furiosa, lo interrumpió antes de que pudiera justificarse: —Solo no lo eres porque yo te detuve. Eres un cobarde y un miserable. Si lo hubieras tocado, te juro… —su amenaza flotó en el aire, impregnada de rabia y miedo.

Intentando calmar la situación, Gabriel trató de razonar: —Escúchame, estoy desesperado, por eso vine. Necesitamos que él no despierte… —sus palabras buscaron comprensión, pero María estaba decidida a proteger a Andrés. —¿Sabes que tú estás detrás del sabotaje de la caldera? —preguntó con los ojos llenos de reproche. Gabriel asintió con pesar. —Sí, lo tuve que hacer justo antes de la explosión. Era la única forma de que los tres saliéramos con vida —explicó con voz quebrada.
María lo miraba intentando procesar la situación, pero solo podía ver la traición y el riesgo. —Eres un desgraciado —le dijo con dolor, mientras él intentaba suavizar la tensión: —Tú también tienes mucho que perder si él despierta. —Pero María, con la mirada firme, replicó: —Tengo todo que ganar si mi marido sigue vivo.
Gabriel extendió la mano suplicante, pidiéndole la jeringa: —Dame eso, María. Lo que contiene es muy peligroso. Podrías salir lastimada. —Y si el que sale lastimado eres tú —respondió ella con decisión, arrojando la jeringa al suelo antes de que él pudiera impedirlo. La jeringa quedó inerte junto a la cama, símbolo del conflicto entre la desesperación de Gabriel y la determinación de María.
—María, no lo entiendes. Solo quiero ayudar. Estamos en el mismo barco —dijo él, mezclando ira y súplica. —No, ya no estamos en el mismo barco —replicó ella, tajante y con el corazón acelerado. Gabriel, molesto y herido, intentó un último argumento, pero María lo enfrentó con frialdad: —No lo arruines todo. Brosard está a punto de comprar la empresa. Déjalo en paz. ¿Crees que se interpondrá en tu camino estando como está?
Gabriel, con impotencia, preguntó: —¿Por qué lo defiendes? Tu marido te detesta… ¿no lo entiendes? María se plantó firme, mostrando una fuerza que contradecía su miedo: —Lo vigilaré día y noche si es necesario, para que no te acerques a él. Gabriel no tuvo otra opción más que retirarse, dejando a María sola junto a Andrés. Ella permaneció sentada unos segundos, llena de rabia y temor, consciente de que había estado a punto de perder al amor de su vida. Lentamente se acercó a su marido, lo observó en silencio y luego, con lágrimas recorriendo su rostro, acarició su mejilla: —Lo siento, mi amor, lo siento mucho —susurró mientras se acurrucaba sobre su pecho, dejando que el llanto inundara la habitación y el dolor se hiciera tangible.
En la casa de la familia Merino, la escena era más tranquila, pero no menos intensa. Digna y Luz desayunaban juntas, con la conversación inevitablemente centrada en Begoña. —Luz, ¿cómo ves a Begoña? —preguntó Digna con preocupación, sin poder ocultar su miedo por la felicidad y el futuro de su hija. Luz, un poco confundida, respondió: —¿A qué te refieres? —Me preocupa su matrimonio, su embarazo —replicó Digna con franqueza—. No sé si casarse tan rápido con Gabriel, un hombre que apenas conoce, sea lo mejor. Todas sabemos que no ha olvidado a Andrés.
Luz intentó calmarla: —Es cierto que Andrés siempre ocupará un lugar en su corazón, pero eso no impide que pueda seguir adelante. —¿Crees que lo ha superado? —insistió Digna. —Me gustaría creer que sí —respondió Luz sinceramente—, pero no podemos estar seguras. Digna no se convenció y replicó: —Creo que debería pensarlo un poco más. No quiero que cometa el mismo error que yo cometí con Pedro.
Luz, con firmeza, defendió a Gabriel: —Ha demostrado que la quiere de verdad. Sí, al principio tuvo miedo por el embarazo, pero le ha dado su apoyo incondicional. Digna, recordando su experiencia personal, replicó: —Pedro también me apoyaba y parecía adorarme… y resultó ser un canalla. No siempre se conoce a las personas de inmediato. Ya se equivocó con Jesús. Luz, molesta, insistió: —Por favor, no compares. Esta conversación me incomoda mucho. ¿Qué motivo concreto te ha dado Gabriel para desconfiar? —Ninguno, solo una sensación —admitió Digna. Luz intentó tranquilizarla: —Begoña va a ser muy feliz con Gabriel. Ya lo era. Solo que tú has sufrido y es normal que desconfíes.

En la fábrica, la situación era igualmente intensa, pero con un giro de esperanza. Después de tantos problemas, Claudia y Gaspar decidieron intentar reunir a los trabajadores para formar una cooperativa y comprar acciones con el fin de salvar la empresa. Con determinación, acudieron al despacho de Tacio. —Queremos hablar contigo un momento —dijo Claudia con esperanza. Pero Tacio, frío y siempre calculador, respondió con desdén: —Estoy muy ocupado. No tengo tiempo que perder.
Gaspar intervino con decisión, explicando la importancia de su propuesta. Claudia le entregó un documento a Tacio, mostrando la lista de cooperativistas y los compromisos económicos de los trabajadores. Tacio, escéptico, se burló de la iniciativa: —Con este dinero no hacemos absolutamente nada. —Todavía faltan más compañeros por sumarse —respondió Gaspar intentando ganar tiempo.
Tacio, serio, dejó claro la cruda realidad: —Aunque reunáis todos los ahorros de la plantilla, ni siquiera alcanzará una cuarta parte de lo que necesitamos. La fábrica necesita un socio capitalista que aporte dinero de verdad. La propuesta italiana se evaluará hoy mismo en la junta. Claudia y Gaspar, decididos, pidieron al menos un intento hasta las ocho de la noche, hora de la junta. Tacio, irónico, aceptó con una condición: si aparecía un “milagro” antes de esa hora, lo considerarían.
Con esperanza renovada, Claudia y Gaspar salieron, decididos a convencer a más compañeros y reunir los fondos necesarios, mientras la amenaza financiera de la fábrica continuaba acechando, recordándoles que el tiempo y las decisiones eran ahora más críticos que nunca.