PROMESA DE SPOILER: SE REVELA QUE CATALINA ES LA VERDADERA HIJA DE… DRAMA EN LA FINCA

La promesa: el regreso de Cruz, un trueno que romperá el silencio del palacio

Un trueno lejano rompe el silencio que envolvía La Promesa. Bajo un cielo cargado de nubes negras, el sonido de unos cascos de caballo resuena sobre el empedrado húmedo del patio. Los criados se miran entre sí, inquietos, mientras una figura cubierta por un velo oscuro desciende lentamente de una carroza. Su nombre flota en el aire como un suspiro temido: Cruz. Pero la mujer que ha regresado no es la misma que partió. Su mirada, dura y enigmática, refleja secretos enterrados y heridas aún abiertas. Ha vuelto, y con ella, el eco del pasado que todos preferirían olvidar.

El ambiente se tensa como una cuerda a punto de romperse. Lorenzo, observando desde una ventana, aprieta el puño hasta clavarse las uñas en la piel. En su mente solo hay una palabra: venganza. El regreso de Cruz es una amenaza directa a todo lo que ha construido en su ausencia. En los pasillos del palacio, los susurros crecen: ¿ha vuelto para buscar justicia o para ajustar cuentas? Nadie lo sabe. Pero todos temen la respuesta.

Cruz desciende de la carroza con paso firme, vestida completamente de negro. Su figura impone respeto, pero en sus ojos se adivina el dolor de quien ha perdido demasiado. Alonso la espera en la entrada principal, apoyado en su bastón. Su mirada está dividida entre la gratitud y la desconfianza. Cuando sus ojos se cruzan, el silencio es absoluto, como si el tiempo se hubiera detenido. Alonso no sabe si abrazarla o reprocharle su regreso. Ella, con voz serena, le dedica una leve inclinación, la de una dama que vuelve a reclamar lo que le pertenece.

Catalina y Martina: un enfrentamiento que parece no tener fin

En ese momento, las puertas del interior se abren y aparece Manuel, con el rostro demacrado por las noches de duelo y rabia. Cruz lo mira con una mezcla de nostalgia y ternura contenida. Sus labios tiemblan cuando dice:
—Hijo mío…
Da un paso hacia él, extendiendo una mano temblorosa. Pero Manuel no se mueve. Su rostro está tenso, endurecido por el rencor.
—No me llames así —responde con voz helada.

Las palabras caen como piedras. Cruz intenta justificarse, su voz se quiebra:
—Sé que estás enfadado. Pero no hice lo que dicen… jamás habría tenido ese valor.
Manuel cierra los ojos, como si el simple sonido de su voz le atravesara el alma. Cuando vuelve a abrirlos, el brillo de las lágrimas se mezcla con la ira.
—No pronuncies su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces, no vuelvas a llamarme hijo.

El golpe es demoledor. Cruz queda inmóvil, la mano suspendida en el aire, el pecho oprimido. No llora. Solo observa cómo Manuel da media vuelta y se aleja, bajando las escaleras sin mirar atrás. El viento sopla con fuerza, llevándose el débil susurro con el que ella repite, apenas audible:
—Hijo mío…

Desde ese día, su presencia en el palacio se convierte en una chispa a punto de incendiarlo todo. Cada paso que da, cada mirada que cruza, levanta sospechas y resentimientos. Algunos la observan con respeto; otros, con miedo. Pero hay una mujer que no disimula su desprecio: Leocadia. Desde el regreso de Cruz, Leocadia siente que su poder tambalea. Ella ha tejido su influencia con paciencia, conquistando el favor de Alonso y controlando a quienes la rodean. Para Leocadia, Cruz debería haber permanecido en prisión. Su vuelta es una amenaza que no piensa tolerar.

El primer enfrentamiento entre ambas no tarda en llegar. En el salón principal, Cruz ordena que el misterioso cuadro —una pintura recientemente descubierta— sea expuesto en un lugar visible. Asegura que en él se esconde una verdad que todos deben conocer. Leocadia entra con su habitual elegancia, vestida impecablemente y con una sonrisa cargada de veneno.
—No necesito sentirme propietaria de nada, Cruz —dice con voz firme—. Lo soy, siempre lo he sido. Y nada de lo que hagas podrá cambiarlo.

Cruz la mira sin apartar la vista del cuadro.
—Eso está por verse.

Leocadia se acerca lentamente, sus tacones resonando sobre el mármol como un reloj que marca la cuenta atrás. Su voz, ahora un susurro malicioso, se desliza por la estancia:
—El tiempo que pasaste encerrada fue muy productivo para mí. Gané la confianza del marqués… y muy pronto, todo lo que fue tuyo será mío.

Cruz levanta la mirada, clavando en ella unos ojos fríos como el acero.
—¿Eso crees?

Leocadia inclina la cabeza con un gesto de falsa dulzura.
—No lo creo, lo sé. Alonso ya no estará solo. Yo mantendré el control del palacio… y tú no podrás impedirlo. El título de marquesa pronto será mío.

La tensión corta el aire. Cruz da un paso hacia ella, su voz es baja pero firme:
—No eres más que una invitada molesta. Y si piensas que los secretos o los chantajes te protegerán, te equivocas. Yo siempre vuelvo… y cuando lo haga, será para destruirte.

Sus palabras resuenan en las paredes del palacio como un presagio. Pia, que pasa cerca de la puerta, se detiene y traga saliva. Los criados, ocultos en las sombras, se miran aterrorizados. Saben que el enfrentamiento entre ambas mujeres apenas ha comenzado.

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Los días siguientes se transforman en una guerra silenciosa. Las comidas se convierten en campos de batalla. Cruz critica las decisiones de Leocadia, Leocadia ridiculiza las órdenes de Cruz con su tono venenoso. Por las noches, la tensión se intensifica. Leocadia convoca a los sirvientes en su habitación en secreto, mientras los pasos furtivos resuenan por los pasillos oscuros. Los rumores crecen. Nadie sabe en quién confiar.

Una noche, Cruz estalla.
—¿De verdad crees tener poder aquí, Leocadia? —grita con voz vibrante—. Yo tengo más.
El intercambio se convierte en un duelo de palabras afiladas. Cada frase es una estocada, cada mirada, una amenaza.

Pero detrás del orgullo y la furia, Cruz esconde un dolor más profundo: la distancia con su hijo. Pese a todo, se niega a rendirse. Intenta acercarse a Manuel, buscar su perdón, reconstruir lo que quedó roto. Pero el joven, consumido por la desconfianza, evita mirarla. La herida entre madre e hijo es demasiado profunda, y las sombras del pasado aún pesan sobre ambos.

Mientras tanto, el misterioso cuadro sigue siendo un enigma. Se rumorea que oculta un secreto devastador, algo que podría destruir reputaciones y desvelar verdades enterradas durante años. Algunos creen que en él está la clave del regreso de Cruz; otros, que es su arma definitiva para recuperar el poder. Lo cierto es que cada pincelada parece ocultar un mensaje, un nombre susurrado en voz baja, un pasado que amenaza con resurgir.

El palacio entero se convierte en un tablero de ajedrez. Leocadia mueve sus piezas con sigilo, Cruz responde con determinación. Alonso, atrapado entre ambas, se consume en el dilema de a quién creer. Y Manuel, roto por la pérdida y la rabia, podría ser la llave de todo… o la chispa que lo destruya.

Una cosa es segura: con el regreso de Cruz, nada volverá a ser igual. La Promesa se ha convertido en un campo de sombras donde justicia y venganza se confunden, donde cada mirada es una amenaza y cada palabra, un arma. El pasado ha vuelto para ajustar cuentas, y esta vez nadie saldrá ileso.