AVANCE DE LA PROMESA – ¡RICARDO LO CONFESA TODO! “SOLO LO HICE PARA PROTEGERTE…”
💫 La promesa: el regreso imposible que cambiará todos los destinos 💫
Nadie, absolutamente nadie, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder en La Promesa. La noche se cernía sobre el palacio con un aire pesado, impregnado de lavanda y miedo, como si el destino mismo hubiera decidido escribir con su puño y letra un capítulo imposible de olvidar. En esa oscuridad perfumada, la vida de un recién nacido pendía de un hilo invisible, y cada respiración parecía un acto de fe. Catalina, desgarrada entre el amor y la desesperación, estaba dispuesta a enfrentarse al mundo entero si eso significaba salvar a su hija.
Los pasillos, silenciosos y testigos de tantos secretos, parecían murmurar oraciones que nadie se atrevía a pronunciar en voz alta. Y entonces, justo cuando toda esperanza parecía desvanecerse, cuando incluso la fe comenzaba a tambalearse, ocurrió lo inimaginable. Una figura emergió de las sombras, una silueta que todos daban por muerta, apareciendo en el umbral del palacio con algo —o alguien— entre los brazos. Los criados, atónitos, se quedaron sin aliento. ¿Era real? ¿O un espejismo nacido del dolor?
Giana. Sí, Giana había regresado. Viva, serena, diferente. Sus pasos resonaron en el mármol con la calma de quien trae consigo una revelación. En sus brazos, envuelta en un paño blanco, descansaba la pequeña Raffaela. La niña que todos creían perdida respiraba de nuevo. Aquella noche, que prometía ser la más trágica de la historia del palacio, se transformó de pronto en un instante suspendido entre el milagro y el misterio.
Catalina, agotada por la fiebre de su hija y la impotencia, había planeado huir a Italia. Soñaba con hospitales modernos, con doctores que podrían salvar lo que en Luján parecía condenado. Pero su padre, el marqués Alonso, se oponía con la dureza de un muro. Para él, nada debía alterar la autoridad de la familia. Mientras madre e hija se aferraban a la vida, en los rincones del palacio Leocadia y Lorenzo brindaban en secreto, convencidos de que la tragedia era inevitable, saboreando el triunfo de su crueldad.

La desesperación alcanzó su punto más alto cuando Raffaela cayó en una fiebre ardiente. Catalina se derrumbó junto a la cuna, empapando las mantas con lágrimas y plegarias. A su lado, Adriano se pasaba las manos por el cabello, impotente, mientras Pia, con voz temblorosa, avisaba a otro médico. Nadie traía buenas noticias. Todos los remedios habían fallado. Ya no quedaba nada más que esperar… y rezar.
En un arrebato de valentía, Catalina se levantó. La madre devastada dio paso a la mujer indomable. “Nos vamos a Italia”, declaró con una firmeza que heló la sangre de todos los presentes. Alonso la llamó loca, pero ella no retrocedió. “¿De qué sirve un título si no puede salvar a quien amas?”, gritó él, golpeando el suelo con su bastón. “¿De qué sirve el poder si no te permite proteger a tu hija?”, replicó Catalina, con la voz quebrada y los ojos encendidos. “¿Has sostenido alguna vez a un niño que muere entre tus brazos? ¿Has sentido cómo su corazón se apaga mientras los médicos se encogen de hombros?”
Las palabras fueron como cuchillos. Nadie osó moverse. Adriano, con lágrimas contenidas, la abrazó y susurró: “Haremos todo lo necesario, mi amor”. En ese momento, Pia irrumpió con una idea inesperada. Habló de una curandera misteriosa, una mujer exiliada en las montañas, capaz de hacer milagros donde la ciencia había fracasado. Alonso se burló, llamándola charlatana, pero Catalina vio en esas palabras una chispa de esperanza. Sin pensarlo dos veces, Pia pidió una carroza discreta y partió de inmediato, desafiando la noche y las órdenes del marqués.
Mientras en el palacio reinaba la tensión, Leocadia continuaba tejiendo sus intrigas. Con una copa de jerez en la mano, brindó junto a Lorenzo, convencida de que el final estaba cerca. “Si vuelve, será demasiado tarde”, murmuró él con una sonrisa fría. En esa oscuridad, dos copas chocaron sellando un pacto siniestro.
En la habitación de la pequeña, Catalina seguía junto a la cuna. Acariciaba la frente empapada de sudor de Raffaela, susurrando promesas imposibles. “Aguanta, mi pequeña guerrera. Te sacaré de aquí, aunque tenga que llevarte hasta el fin del mundo”. Adriano, arrodillado, rezaba en silencio, ofreciendo su propia vida a cambio de la de su hija. Incluso Alonso, derrotado y envejecido, se asomó a la puerta y dejó ver por un instante una grieta en su orgullo: el reflejo del padre que una vez fue.
Entonces, cuando todo parecía perdido, un sonido rompió el silencio. Un gemido leve, casi imperceptible, salió de los labios resecos de la niña. Catalina corrió hacia la cuna. Raffaela se movía. Su respiración, débil pero constante, llenó la habitación de una luz nueva. “¡Está viva!”, gritó María Fernández, al tocar su frente. “La fiebre ha bajado.” Adriano cayó de rodillas, besando las pequeñas manos de su hija.
Pero la tensión no se desvaneció del todo. Leocadia observaba desde la puerta, petrificada. Su plan se derrumbaba. “No durará mucho”, murmuró con rencor, antes de girarse y desaparecer en las sombras. Nadie imaginaba que el verdadero golpe aún estaba por llegar.
Cuando el amanecer tiñó los pasillos de un gris pálido, Catalina abrió los ojos con un mal presentimiento. La cuna estaba vacía. Las sábanas arrugadas, el silencio insoportable. “¡Raffaela!”, gritó desesperada. “¿Dónde está?” Adriano buscó por toda la habitación, abriendo baúles y armarios. El pánico crecía, hasta que un sonido suave, un chirrido en la puerta, los hizo volverse.
Allí, en el umbral, estaba Giana. Viva. Serena. Con la niña entre los brazos. Envuelta en un paño blanco, la pequeña dormía en paz. Catalina, paralizada por la incredulidad, apenas pudo susurrar: “¿Eres tú?”. Giana asintió, sonriendo con ternura. “Sí. Soy yo. Y estoy viva.”
El asombro recorrió la habitación como una ráfaga. Adriano la miró como si viera un fantasma. Manuel apareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par, sin poder articular palabra. Todos habían llorado su muerte, y ahora la veían regresar de entre las sombras. “¿Cómo es posible?”, preguntó Adriano.

Giana bajó la mirada, acariciando la frente de la niña. “Aprendí más de lo que imagináis. Pero no era mi momento de irme. Tenía que volver.” Catalina, entre sollozos, la abrazó. “Nos has devuelto la vida”, dijo, agradecida. “No —corrigió Giana con una sonrisa enigmática— solo he hecho lo que debía.”
Manuel, dividido entre la rabia y el alivio, no pudo contenerse. “Nos hiciste sufrir. ¿Por qué fingiste tu muerte?” Ella lo miró con lágrimas sinceras. “Porque a veces para sobrevivir hay que desaparecer. No soy un ángel, Manuel. Soy una mujer que ha hecho lo necesario.”
En ese instante, el silencio se llenó de algo más que alivio. Había promesas no dichas, verdades a punto de revelarse. Giana y Manuel cruzaron una mirada intensa. Él, aún con el corazón en guerra, susurró: “¿Está bien la niña?”. “Sí”, respondió ella. “Y todo estará bien.”
Pero fuera de esa habitación, la calma era solo apariencia. En un rincón del pasillo, Leocadia y De Nora observaban aterradas. El regreso de Giana no era solo un milagro… era una amenaza. El tablero del poder acababa de cambiar. Lo que creían controlado se había escapado de sus manos.
La cámara invisible del destino sobrevolaba los pasillos del palacio, deteniéndose en los rostros de sus habitantes: Catalina, abrazando a su hija con lágrimas de alivio; Adriano, arrodillado, agradeciendo a Dios por un segundo milagro; Manuel, dividido entre el amor y el desconcierto; y Giana, con esa sonrisa serena que esconde una historia aún no contada.
En los confines del palacio, el reloj marcaba una nueva hora. La promesa había cambiado para siempre. El regreso de Giana no solo trajo esperanza… sino el anuncio de una guerra silenciosa, donde la fe, el amor y la traición volverán a enfrentarse una vez más.
¿Y tú? ¿Crees que Giana regresó como salvadora o como portadora de una verdad que nadie está listo para oír? Escríbelo en los comentarios, porque lo que viene después de este episodio será un antes y un después en La Promesa. El destino ya ha comenzado a moverse… y nadie podrá detenerlo.