La Promesa: Lope y la traición: el secreto de Madame Cocotte
Lope y la traición: el secreto de Madame Cocotte
En los fogones de La Promesa, el calor no solo provenía del fuego: ardían también el orgullo, la envidia y la herida de una traición que había convertido el talento de Lope en fama ajena. El antiguo cocinero, relegado a un puesto humillante tras el robo de sus recetas, seguía cumpliendo su trabajo con una disciplina muda, como si cada golpe del cuchillo fuera una nota de rabia contenida. La cocina, que una vez fue su reino, ahora era una prisión donde el aroma del repollo hervido había reemplazado el perfume glorioso del romero y el vino.
Candela, su única aliada, le reprochaba que no hubiera abandonado el lugar tras la humillación sufrida, pero Lope, aferrado a su dignidad, respondía con serenidad: “La comida no tiene culpa.” Sin embargo, sus palabras sabían a ceniza cuando pronunciaba el nombre de Madame Cocotte, la ladrona que había publicado sus recetas como si fueran suyas.
Lo que ninguno imaginaba era que la verdad caminaba entre ellos, envuelta en un abrigo barato y un sobre amarillento. Enora, la joven tímida que todos creían inofensiva, escondía bajo su ropa la prueba del crimen. Su nerviosismo era tan palpable que incluso Curro, siempre atento a los secretos del palacio, notó su comportamiento extraño. Cuando ella huyó por el pasillo, un pequeño sello de lacre cayó de su abrigo. Curro lo recogió, reconociendo el emblema grabado: una C rodeada de laurel, la misma marca impresa en las páginas del libro robado. El símbolo de Madame Cocotte.
Mientras la sospecha crecía, Lope seguía viviendo su penitencia, convertido en un simple lacayo. Hasta que una orden inesperada del marqués Alonso cambió el rumbo de los acontecimientos. Cansado de la mediocridad del nuevo cocinero, el marqués exigió que fuera Lope quien preparara la cena. Pese a las protestas del mayordomo Rómulo, la voluntad del dueño era ley. Por primera vez en meses, Lope volvió a entrar en la cocina con el corazón palpitante.

El fuego volvió a ser su aliado, las hierbas su consuelo. Candela lo observaba con orgullo mientras el aroma de su cordero llenaba los pasillos. Rómulo fingía indiferencia, pero no podía negar lo evidente: Lope era un artista. Cuando el marqués probó el primer bocado, el silencio se hizo absoluto. “Perfecto”, declaró, y en esa palabra Lope recuperó parte de su alma perdida.
Desde aquella noche, la rutina del palacio cambió. El marqués pedía a diario “los platos de Lope”, los criados esperaban con ilusión las sobras, y el ambiente, antes sombrío, se impregnó de un calor nuevo. El cocinero caído había renacido entre ollas y brasas, demostrando que el talento no se degrada con un uniforme. Finalmente, el marqués ordenó su restitución. Rómulo, serio como siempre, le comunicó la noticia con frialdad: “El cocinero ha sido despedido. Usted vuelve a ocupar su puesto.” Lope no pudo contener las lágrimas. Para él, aquello no era un ascenso, era volver a la vida.
Pero mientras el aroma del triunfo llenaba La Promesa, en las sombras, Enora temblaba. Curro la observaba con una desconfianza creciente. Desde que él había encontrado el sello, ella vivía al borde del pánico, intentando esconder su culpa bajo la rutina. Sin embargo, la editorial que publicaba las recetas robadas exigía más material: Madame Cocotte se había convertido en una sensación, y si no entregaba nuevas recetas, el contrato se anularía.

Desesperada, Enora comenzó a espiar a Lope desde la oscuridad. Cada noche lo observaba cocinar, anotando con frenesí los ingredientes y tiempos de cocción. Su cuaderno se llenaba de apuntes torpes y copias mal dibujadas. No lo hacía por vanidad, se decía, sino por necesidad: su tío enfermo necesitaba una operación costosa, y el dinero del libro era su única esperanza. Pero cada vez que olía los platos de Lope, la culpa se mezclaba con la desesperación hasta volverse insoportable.
Una noche lluviosa, su destino la traicionó. Al cruzar el patio con el cuaderno escondido bajo el abrigo, tropezó y cayó. El libro se deslizó al barro, las páginas empapadas revelando las recetas robadas, las notas que mencionaban el nombre de Lope una y otra vez. Toño, el mozo de cuadra, se acercó con un farol para ayudarla, y al abrir el cuaderno descubrió la verdad. Su expresión pasó de la curiosidad al espanto. “Estas recetas son suyas… las del señor Lope. Tú… tú las has copiado.”
Enora intentó explicarse, entre sollozos y manos temblorosas. Dijo que no lo había hecho por maldad, que solo buscaba salvar a su familiar enfermo. Pero Toño, decepcionado, la interrumpió con una dureza desconocida: “Robar el trabajo de alguien no tiene excusa. Lope sufrió por culpa de Madame Cocotte… y ahora descubro que esa ladrona eres tú.”
Las lágrimas de Enora se confundieron con la lluvia, mientras el farol iluminaba el barro donde se hundían las páginas de su traición. La verdad, por fin, había salido a la luz. Y aunque ella suplicó silencio, sabía que su destino estaba sellado: el sello de lacre, el cuaderno embarrado y la mirada de Toño serían su condena.
Lope, sin saberlo aún, estaba a punto de enfrentar la revelación más amarga de todas. La cocina que le había devuelto la vida se convertiría también en el escenario del juicio final, donde la traición y el perdón se servirían en el mismo plato. Porque en La Promesa, incluso el aroma más dulce puede esconder el amargor de la verdad.