JACOBO FRACASADO: CELOS, WHISKY Y MENTIRAS || CRÓNICAS de La Promesa Series

Título: “El whisky, los celos y la mentira: el principio del fin para Jacobo y Martina”

El aire se corta en La Promesa. Lo que comenzó como una leve incomodidad entre Jacobo y Martina se convierte, en cuestión de minutos, en una tormenta emocional que amenaza con arrasar todo lo que alguna vez fue amor. En el centro de la escena, un vaso de whisky brilla como un presagio oscuro, el reflejo líquido de un hombre que se derrumba lentamente, incapaz de aceptar que ya no es el centro del mundo ni el dueño del corazón de su prometida.

Todo comienza con algo trivial, casi inocente. Martina, siempre cortés, promete acompañar a Jacobo para elegir la tela del traje que lucirá en la boda de Ángela y el capitán Lorenzo. Pero justo antes de salir, Adriano, abrumado por su tristeza y su soledad, le pide a la joven que le acompañe a dar un breve paseo por el jardín. Ella acepta. Solo serían unos minutos, un respiro, un par de bocanadas de aire fresco para calmar los pensamientos. Lo que no imagina es que ese gesto, tan simple y humano, será el detonante de una explosión que hará temblar los cimientos del palacio.

Cuando Martina regresa al anochecer, la atmósfera ya ha cambiado. Jacobo la espera en el salón, con una copa en la mano y el alma empapada en celos y resentimiento. El licor ha teñido su voz de amargura. “Quizá no entienda lo de los niños”, le espeta con un tono cargado de reproche, “pero lo de que tu mujer te deje de lado lo comprendo perfectamente.” La frase, pronunciada entre tragos y rabia, es una daga envenenada. Martina se queda helada, incapaz de reconocer en ese hombre al mismo que le prometía un futuro lleno de ternura.

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“¿Cómo puedes ser tan desvergonzado?”, le responde con un temblor de dignidad en la voz. Pero Jacobo, cegado por la ira, la acusa: “No, la que no tiene vergüenza eres tú. Estoy al final de tu lista de prioridades… si es que estoy en esa lista.”
El silencio posterior es insoportable. Ya no hay miradas de complicidad, solo heridas abiertas. La pareja que alguna vez fue símbolo de elegancia y afecto se ha convertido en un campo de batalla donde las palabras son proyectiles y el orgullo, un arma mortal.

Sin embargo, lo que Jacobo no sabe —o se niega a admitir— es que detrás de su rabia hay una mano invisible que ha estado moviendo los hilos con precisión quirúrgica. Esa mano es la de doña Leocadia de Figueroa, la mujer que ha hecho del veneno un arte y del control, una religión. Desde hace semanas, Leocadia se dedica a sembrar dudas en Jacobo, a susurrarle con voz melosa que Martina está demasiado pendiente de Adriano, demasiado atenta a los bebés, demasiado distraída para ser una prometida ejemplar. Le insinúa que su novia lo ha relegado, que ya no lo necesita, que su papel en su vida es cada vez más decorativo. Y Jacobo, incapaz de distinguir la manipulación de la verdad, cae sin remedio en la trampa.

La rabia que siente no es del todo suya. Es el eco del veneno que Leocadia ha vertido gota a gota en su alma. Pero el daño ya está hecho: la semilla de la desconfianza ha germinado, y nada volverá a ser igual.

La escena de esa noche pasará a la historia del palacio como una de las más devastadoras. No es solo una discusión de pareja; es el momento en que el respeto desaparece y el amor se convierte en un campo de ruinas. Jacobo, borracho de celos y de whisky, se hunde más y más en su propio orgullo. Martina, dolida pero firme, se niega a ceder. Su mirada —serena pero cortante— es la de una mujer que ha decidido no permitir más humillaciones.

“Yo no quiero ser la sombra de nadie”, parece decir con cada palabra. “No quiero ser una esposa obediente, ni una pieza más en tu tablero.” En su respuesta hay fuerza, hay dolor, pero sobre todo hay libertad. Martina entiende que el amor no puede sobrevivir cuando se convierte en una lucha de poder.

Mientras tanto, en el trasfondo de esta tragedia íntima, el whisky actúa como un símbolo tan poderoso como destructivo. No es solo una bebida: es la representación del declive masculino, de ese tipo de hombres que, incapaces de mirar sus errores de frente, buscan refugio en la copa. En la Europa del cambio de siglo, el whisky era el emblema de la decadencia de los caballeros: hombres elegantes, de buenos modales y grandes apellidos, que se ahogaban en sus frustraciones mientras fingían seguir siendo dueños de todo.

Jacobo no es diferente. En cada sorbo hay una derrota, un intento de anestesiar su miedo a ser reemplazado, su terror a perder la autoridad que alguna vez creyó incuestionable. Como aquellos dandis del siglo XIX que se arruinaron entre el humo y las promesas rotas, Jacobo prefiere beber antes que enfrentar la verdad. No soporta ver que Martina ya no lo mira con admiración, que su amor se ha transformado en algo más fuerte y más puro: el deseo de ser libre.

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Su caída es lenta, pero implacable. Lo que comienza con una copa se convierte en hábito, y el hábito en ruina. Los celos son la chispa, el whisky la gasolina y Leocadia, el fuego que todo lo consume. Porque ella, desde las sombras, no busca solo destruir una relación: busca dominar, dividir y someter. Cada palabra que planta entre Jacobo y Martina es un golpe calculado a los Luján, una forma más de debilitar el equilibrio del palacio.

Y aunque Jacobo cree que actúa por orgullo, en realidad es una marioneta en manos de una mujer que maneja el arte de la manipulación con precisión letal. Martina, por su parte, empieza a verlo con claridad. Su prometido ya no es el hombre que amó, sino un reflejo distorsionado, un extraño que ha dejado de escuchar al corazón para obedecer a los fantasmas del rencor.

La discusión termina sin reconciliación posible. Jacobo se queda solo, con el vaso vacío y los ojos vidriosos. Martina se aleja con paso firme, sabiendo que algo ha muerto esa noche: el respeto, la confianza y la ilusión de un futuro compartido. Lo que queda entre ellos es solo el eco de lo que pudo ser.

El episodio marca un punto de no retorno. Jacobo cruzará una línea invisible que lo llevará a perderlo todo: el amor de Martina, la admiración del resto y, poco a poco, su propia dignidad. Lo que sigue será su descenso, un viaje sin freno hacia la autodestrucción.

En La Promesa, nada es casualidad. Cada gesto, cada palabra tiene un peso que se siente más allá de la pantalla. El whisky, los celos y la mentira se mezclan como una pócima mortal que no deja en pie ni al más fuerte.

Y mientras el palacio se sume en murmullos y sombras, una certeza se impone: el amor entre Martina y Jacobo ya no podrá salvarse. Lo que queda es orgullo, silencio y la amarga resaca de una verdad que nadie se atreve a pronunciar.

Porque cuando el amor se convierte en guerra, solo el tiempo —y el dolor— deciden quién sobrevive.