ENTRE LA LOCURA Y EL MIEDO: LEOCADIA SE DESBORDA || CRÓNICAS de La Promesa Series
🔮 Spoiler: El Derrumbe de la Postiza | La Promesa — El fin del control y los fantasmas del pasado
En La Promesa, hasta las villanas más frías tienen un punto débil, y si hay una mujer que lo está descubriendo de la manera más amarga, esa es doña Leocadia de Figueroa, conocida por todos como “la postiza”. Durante mucho tiempo, Leocadia se creyó dueña absoluta del palacio. Movía los hilos como una experta titiritera, manejando voluntades, mintiendo sin pestañear y manipulando las emociones ajenas con una elegancia tan cruel como precisa. Pero el destino, que nunca olvida a quienes juegan con fuego, parece haberle preparado su lección más dura.
Por primera vez en mucho tiempo, Leocadia no tiene el control. Y eso, para una mujer como ella, no es solo un inconveniente… es una pesadilla. La seguridad con la que ordenaba, mandaba y decidía se ha desmoronado, y lo que ahora domina su rostro no es soberbia, sino miedo. Su hija Ángela ha decidido plantarle cara. Le ha impuesto un ultimátum: o le permite marcharse unos días con Curro o no habrá boda con Beltrán. Una frase sencilla, pero que para Leocadia ha sido como una daga en el corazón.
La postiza siente que, haga lo que haga, pierde. Si cede, teme que Ángela no regrese; si se niega, corre el riesgo de perderla para siempre. Su autoridad se tambalea y su mente, acostumbrada a tener siempre una estrategia, empieza a fracturarse. En ese intento desesperado por conservar algo de poder, busca consejo en su amante, Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo del palacio, un hombre tan enigmático como calculador. Él, con ese tono gélido que tanto lo caracteriza, le sugiere algo que siembra la duda: ¿y si ese viaje de Ángela y Curro no es una simple escapada, sino una fuga planificada?
Leocadia se resiste a creerlo. Quiere confiar en su hija, o al menos fingir que lo hace. Pero las palabras de Cristóbal se clavan como un eco que no se apaga. Cuando ve a Curro preparar la partida, la madre que intenta disimular el miedo da paso a la fiera acorralada. En una escena cargada de tensión, se enfrenta a él con una advertencia tan escalofriante como desesperada: “Si le pasa algo a mi hija, te perseguiré hasta el último de tus días.”
Esa frase lo dice todo. Ya no habla la estratega, sino la mujer que ha perdido el control, que teme que la historia se repita y que los errores del pasado vuelvan a cobrar vida. Porque lo que estamos presenciando no es otra conspiración más en La Promesa, sino el derrumbe psicológico de una mujer que, tras años manejando el destino ajeno, se enfrenta por fin al suyo propio. El karma, como suele decirse, ha llamado a su puerta.
Y es que el problema de Leocadia ya no son Curro ni Ángela ni siquiera Beltrán. Su verdadero enemigo es ella misma: una madre prisionera de sus obsesiones, de su pasado, de esa necesidad enfermiza de control que le impide ver que el amor no se puede dictar como una orden. El episodio deja al descubierto un tema fascinante y doloroso: la obsesión de las familias nobles por controlar los sentimientos de sus hijos, por decidir con quién deben o no amar.
Para comprender la magnitud de su miedo, basta con mirar hacia atrás. Los amores prohibidos no son algo nuevo en los palacios españoles. A comienzos del siglo XX, hubo mujeres que, como Ángela, desafiaron las normas para seguir al corazón. Una de ellas fue la condesa de la Vega del Pozo, criada en un ambiente de lujo y rigidez, prometida a los quince años a un marqués mucho mayor que ella. Pero un día, en una tertulia de su madre, conoció a un violinista. Y el sonido de aquellas cuerdas se convirtió en el eco de su libertad. Fingió estar enferma durante meses para poder verlo a escondidas, hasta que una noche de 1907 huyó del palacio en un carruaje junto a su amante.
La prensa la llamó “la condesa descarriada”. Su familia la desheredó, su nombre fue borrado de los registros, pero ella no se rindió. Vivió en París, pobre, pero libre. En una época en la que la independencia femenina era un pecado, esa mujer se convirtió en leyenda.
Y si esa historia suena escandalosa, espera a conocer la de la hija del marqués de Villaviciosa. Una jovencita que se enamoró del chófer de la familia. Un lector apasionado de novelas románticas, soñador, que le prometió un mundo más allá de los muros del palacio. Cuando el marqués descubrió las cartas que se enviaban, la encerró bajo llave. Pero una noche de 1909, la muchacha escapó con ayuda de las doncellas. Tomó un tren rumbo a Lisboa y al día siguiente los periódicos abrían con titulares sensacionalistas: “Fuga sentimental en casa del marqués.”

Se casaron en secreto y fundaron una empresa de automóviles en Oporto. Dicen que el marqués murió sin perdonarla, pero también dicen que ella fue feliz. Y quizás eso es lo que más aterra a Leocadia: que su hija Ángela, desafiando todo lo que ella ha construido, encuentre la libertad que ella nunca tuvo el valor de buscar.
Porque hay algo más profundo en su miedo que el simple temor a perderla. Leocadia teme que la historia se repita. Teme que su hija, al huir, acabe regresando embarazada, igual que ella misma lo hizo años atrás. En el último capítulo, la vimos confesarle a Ángela su temor por “su honra” si se marcha sola con Curro. Pero no se trata solo de reputación, sino de un pecado que todavía la persigue: el de haber sido madre soltera, el de haber traído al mundo a una hija sin poder nombrar al padre. Esa incógnita que los guionistas han sabido mantener en secreto podría ser la clave de todo.
Y aquí llega la pregunta que flota en el aire y que nadie se atreve a formular: si Curro es bastardo y Ángela también lo es, si ambos se aman, se casan y tienen hijos… ¿serán sus hijos también bastardos? Una pregunta incómoda, pero simbólica. En La Promesa, los bastardos no son solo hijos ilegítimos; representan a todos los que nacen fuera del privilegio, a los que deben luchar el doble por ser aceptados, a los que no encajan en un mundo de apariencias.
Tal vez esa sea la verdadera maldición de doña Leocadia: haber criado a una hija que, sin proponérselo, refleja sus mismos errores, sus mismas heridas, su misma rebeldía. La mujer que creía dominarlo todo está a punto de verse reflejada en el espejo de su propio pasado.
¿Podrá la postiza soportar ese peso o terminará perdiendo la razón? ¿Hasta dónde llegará para evitar que su hija cometa el mismo “pecado” que ella? Lo cierto es que los próximos capítulos prometen un torbellino de emociones, revelaciones y caídas.
Así que prepárate, porque el fin del control ha llegado y La Promesa está a punto de enfrentarse a su capítulo más humano, más trágico y más real.