Sueños de libertad Capítulo 433 (Andrés Andrés hijo, ¿qué te pasa?

“Andrés frente al fuego del pasado: secretos, amenazas y decisiones imposibles”

El episodio arranca con un silencio tenso, roto solo por el eco angustiado de una voz: “Andrés, hijo, ¿qué te pasa?”. En ese momento, el alma de Andrés parece haberse separado del cuerpo. Mira alrededor con la mirada perdida y solo alcanza a pronunciar: “Necesito irme”. Sus palabras resuenan como una sentencia, como si el destino lo empujara a enfrentarse a una verdad que lleva demasiado tiempo ocultando. María intenta detenerlo, pero la determinación en sus ojos es más fuerte que el miedo. “Vayan con cuidado, por favor”, dice alguien desde la puerta, sin saber que esas simples palabras serán una advertencia premonitoria.

El escenario de la tragedia los recibe envuelto en humo y polvo: los restos calcinados de la fábrica, el olor a hierro y el eco de un incendio que pudo acabar con todo. El inspector del lugar comenta con gravedad: “Tuvo usted mucha suerte al salvarse, señor De la Reina. Perfectamente podrían haber muerto los tres”. Andrés escucha sin reaccionar, pero por dentro siente cómo su memoria comienza a arder. “Con todo este destrozo… no me explico cómo mi primo y yo sobrevivimos. Lástima que Beníz no tuviera la misma suerte”, murmura, con la voz temblorosa. El técnico le explica que el milagro tuvo una causa: “Uno de los protectores de la caldera se quedó anclado. Si no, habrían muerto aplastados”. La frase lo golpea como un martillo: si llega a pillarle un metro más allá, no estaríamos hablando.

Andrés camina entre los escombros mientras los obreros retiran cascotes y apuntalan paredes. Su mente va y viene entre recuerdos difusos del fuego y la figura de Gabriel, el amigo que no logró escapar. “Podría ser una vida… Gabriel, ¿verdad? Pero no hay nada que hacer”, dice con tristeza contenida. María lo observa desde lejos, comprendiendo que Andrés no solo está enfrentando un lugar destruido, sino su propia culpa.

De regreso al pueblo, su madre intenta detenerlo: “Andrés, hijo, ¿qué te pasa?”. Él apenas la escucha. Hay algo que debe cerrar antes de marcharse. “Gracias, mamá… avisa al señor Mellado. Quiero despedirme de él antes de irme”. Pero ese encuentro, lejos de ser una simple despedida, se convierte en un enfrentamiento cargado de veneno y poder.

Avance semanal de Sueños de libertad: Andrés descubrirá que él no es el  padre del bebé que espera María

En la prisión, el ambiente es sofocante. Mellado entra con paso firme y se sienta frente a un hombre encadenado: Eladio. El reo levanta la vista y, con una sonrisa cínica, le pregunta: “¿Sabes quién soy?”. Mellado responde sin vacilar: “Perfectamente”. Eladio se inclina hacia adelante y susurra: “Esperaba su mujercita, si le digo la verdad… pero supongo que usted tiene más carácter que ella, a pesar de ser la mujer de la casa”. La frase cae como un cuchillo. Mellado lo fulmina con la mirada: “¿Qué has dicho?”. “Ya me ha oído”, replica el preso, disfrutando del poder momentáneo de la provocación.

Eladio continúa, desafiando la autoridad: “Perdone mi falta de modales, se me olvidaba que estoy frente al señor gobernador civil. Imagino que su mujer ya le ha transmitido mis deseos…”. Mellado, frío y calculador, contesta: “Sí, muy bien. ¿Cuándo será?”. Eladio, confundido, pregunta: “¿Cuándo será el qué?”. “¿Que cuándo me va a sacar de este agujero infecto?”, se atreve a decir con arrogancia. La respuesta cae como una losa: “Nunca”.

El tono cambia. Eladio se revuelve, amenazante: “¿De verdad se va a arriesgar a que yo hable? Ese matrimonio ejemplar que tienen su mujer y usted… parece que protegen bien sus pequeños pecados”. Mellado respira hondo. En su mirada hay furia contenida, pero su voz se mantiene firme: “No estoy aquí para cumplir tus deseos, ni para pedirte que dejes de difamarnos. He venido a advertirte: si vuelves a amenazar a uno de los míos, tu estancia aquí se hará muy corta… y no precisamente porque salgas de prisión”.

Eladio se queda helado por un instante, intentando medir el alcance de esas palabras. “¿Qué está diciendo?”, pregunta. Mellado se levanta lentamente: “Que tenemos la mala suerte de vivir en un país donde todavía existe la pena de muerte. Así que si no quieres que te den garrote, no vuelvas a escribir, ni a llamar, ni a acercarte a mi familia”. La amenaza es directa, brutal y definitiva.

Eladio, impotente, grita: “¡De verdad se va a arriesgar a que hable!”. Mellado lo mira con desdén: “Di lo que te dé la gana. Solo eres un pobre loco que no sabe qué más hacer para salir de aquí. Y yo soy el gobernador civil… así que atente a las consecuencias”. Golpea la mesa y llama al guardia: “Ya hemos terminado”. Mientras se aleja, la voz del preso resuena por el pasillo: “¡Esto no va a quedar así! ¡Le voy a arruinar la vida!”. Mellado, sin volverse, responde con calma: “Claro que sí, hombre. Tú inténtalo”.

Al salir, el gobernador se encuentra con Mellado, su hombre de confianza. “Ese individuo ha amenazado a mi mujer, y no es la primera vez. Deberías trasladarlo”, ordena con voz seca. “En la prisión de Ocaya sabrán ocuparse de él”, responde su asistente. “Que quede claro cuáles son las consecuencias de amenazar la buena reputación de esta ciudad”, remata Mellado antes de desaparecer por el pasillo.

En medio de esta tensión política y personal, la serie cambia de tono y nos lleva a una escena íntima entre Carmen y Tasio. Es un momento breve, pero cargado de humanidad. Carmen acaba de enterarse de que su hermano ha perdido el empleo en la fábrica. Tasio, desde su papel como responsable, intenta explicarle que la decisión responde a una lógica empresarial. “Fue el último en entrar, Carmen. En tiempos difíciles, los últimos en llegar son los primeros en irse”. Ella lo mira con incredulidad: “Es mi hermano, Tasio…”. Su voz se quiebra. En sus palabras hay más que enojo: hay miedo. Miedo a que la vida le arrebate otra vez a alguien que ama.

Tasio la escucha con respeto, pero mantiene el tono sereno. Sabe que si se derrumba, perderá autoridad. “Tu hermano es joven, Carmen. Nadie depende de él. Saldrá adelante”. Intenta suavizar la herida con realismo. Ella, en cambio, no puede evitar pensar en el vacío que deja el desempleo, en las noches sin sueño y en la vergüenza de no tener qué ofrecer. “Lo crié yo, Tasio. Siempre he estado ahí para protegerlo”. Su frase suena como una confesión y como una despedida.

Avance del próximo capítulo de Sueños de libertad: Andrés enviará a María a  una casa de reposo

Tasio se acerca, sin invadir su espacio, y responde con voz baja: “Ya no es ese niño al que tenías que cuidar. Es hora de confiar en él”. En esa línea se condensa todo el peso emocional del momento: el paso del tiempo, el deber de soltar y la fe en que la vida sabrá enderezar lo torcido. No hay vencedores ni vencidos, solo dos personas atrapadas entre la razón y el amor.

El trasfondo de esta escena también es un reflejo del mundo real: la lucha entre lo económico y lo humano, entre el deber y la empatía. Carmen representa el corazón; Tasio, la mente. Ella se resiste a convertir a su hermano en un número más de una lista de despidos; él, en cambio, debe velar por la supervivencia de toda la empresa. Ninguno está equivocado. Ambos defienden lo que creen justo.

Al final, Carmen, con lágrimas en los ojos, pregunta casi en un susurro: “¿De verdad crees que estará bien?”. Tasio la mira y responde con ternura contenida: “Sí. Saldrá adelante”. Esa respuesta, tan sencilla, es la chispa que mantiene viva la esperanza en tiempos oscuros.

El episodio cierra con un montaje de miradas: Andrés camina solo entre las ruinas, Mellado observa por la ventana del despacho sabiendo que ha cruzado una línea peligrosa, y Carmen abraza a su hermano en silencio. En todos ellos se percibe la misma verdad: el miedo puede paralizar, pero también empuja a actuar. Y cuando el pasado arde, solo queda decidir si se deja que el fuego consuma todo o se aprende a reconstruir sobre las cenizas.

Así, Sueños de Libertad se sumerge esta semana en un torbellino de secretos, amenazas y decisiones imposibles, donde cada palabra pronunciada tiene el peso de una vida entera. Porque en Toledo, la libertad siempre cuesta más de lo que uno imagina.