La Promesa – Avance del capítulo 710: Manuel y Leocadia descubren la traición oculta
Manuel y Leocadia descubren la traición oculta
El amanecer llegó a La Promesa con un brillo metálico que presagiaba cambios profundos. Todo parecía igual, pero bajo la aparente calma, una corriente subterránea empezaba a mover los cimientos de la casa. Manuel, entre el olor a aceite y metal del hangar, trataba de mantener la paz entre Enora y Toño, dos almas heridas que necesitaban una pausa antes de convertir su desencuentro en incendio. Con la serenidad de un mediador cansado, les recordó que aquel taller no era solo un trabajo, sino la única victoria frente a tantas derrotas. Su voz devolvió el orden, y con la llegada de don Luis —un hombre discreto, sabio y meticuloso, capaz de escuchar hasta el ruido de una hélice herida—, la esperanza volvió a encenderse. Sin saberlo, ese fichaje era también el inicio de una guerra silenciosa contra el caos.
En la Casa Grande, Leocadia bebía su café como si en su amargor encontrara la medida exacta del poder. A su lado, Jacobo escuchaba con la atención de quien ha aprendido que el poder no se contradice, se interpreta. La matriarca, sin levantar la vista, reveló su sospecha: las cartas de Catalina estaban manipuladas. No era la voz de la joven lo que hablaba, sino una mano ajena que imitaba su tono. “El perfume de lo falso es sutil”, sentenció. Jacobo, cómplice silencioso, confirmó su teoría con precisión casi científica. Y entonces Leocadia, implacable, movió otra pieza del tablero: el matrimonio entre Ángela y Beltrán debía concretarse. Un enlace conveniente podía ser el velo perfecto para ocultar mentiras más peligrosas.
Jacobo, fiel pero no ciego, se preguntó si su obediencia era convicción o supervivencia. Lo cierto es que mientras seguía las órdenes de Leocadia, su propio mundo se derrumbaba: Martina, la mujer que había sido su refugio, empezaba a mirar en otra dirección. Desde el jardín, con un libro cerrado y la mirada perdida, Martina reconocía que algo en su interior se había desplazado. Adriano, con su sinceridad sin filtros, la atraía con una fuerza nueva, peligrosa. Entre ellos se dibujaba una frontera: lo que aún sentían por Jacobo y lo que ya empezaban a sentir el uno por el otro.

Lejos de las intrigas del palacio, Ángela y Curro protagonizaban una despedida tan hermosa como dolorosa. Subieron a la montaña, su lugar secreto, para decirse adiós sin rencor. Allí, entre el viento y la piedra mojada, se prometieron no retenerse, no romperse por amor. “Si dejo una puerta abierta, volveré. Y si vuelvo, te rompo”, confesó Ángela con la voz temblorosa. Comieron pan, se rieron entre lágrimas y, cuando el silencio se hizo largo, se besaron no como despedida, sino como gratitud por lo vivido. Después bajaron la montaña sabiendo que ese adiós sería definitivo.
En la cocina, la rutina también temblaba. Madame Cocotte, convertida en sombra perfumada, extendía rumores por el pueblo: sus recetas robadas parecían salir de las cocinas de La Promesa. Lope, herido en su orgullo, enfrentó a Vera con la sospecha de traición. Ella, dolida, le devolvió la acusación con dignidad. “Yo también sé guardar recetas —le dijo—. La primera que aprendí fue la del amor propio.” Aquel intercambio rompió algo que ninguna palabra podría reparar.
Mientras tanto, Petra veía derrumbarse su precaria estabilidad. Había aprendido a callar, a obedecer, a ser exacta; pero nada de eso la salvó del juicio de Leocadia. Ante todos, la señora dictó su sentencia: Petra debía irse. Su error, más que una falta, era un recordatorio de que en esa casa los perdones eran tan falsos como las sonrisas. Cristóbal intentó defenderla, pero Leocadia lo silenció con una mirada: el orden no se discute, se acata. Petra abandonó la estancia con el temblor invisible de quien camina sobre los restos de su dignidad.
La tarde avanzaba entre decisiones que pesaban más que las palabras. Jacobo confirmó las sospechas sobre las cartas de Catalina: los textos falsificados carecían de aire, de alma. Leocadia, satisfecha, le ordenó avanzar con el compromiso de Ángela y Beltrán. Todo debía seguir su curso aparente, aunque bajo la superficie el engaño siguiera creciendo. Martina, cada vez más alejada de Jacobo, encontraba en Adriano un espejo diferente. “A veces la gravedad hace por uno la parte más indecente”, le dijo él, y ella comprendió que ceder al deseo podía ser tan inevitable como peligroso.
En el hangar, don Luis, con su paciencia de relojero, enseñaba a Toño que una hélice herida no se arregla con fuerza sino con cuidado. Enora, observando a ambos, sintió una punzada de celos y alivio. Manuel la tranquilizó: “Las pausas nos devuelven a la ruta, o nos regalan otra mejor.” Ella sonrió, aunque sabía que las pausas también podían ser el preludio de un final.
Ya de noche, Manuel revisaba los informes de Catalina, comparando las letras viejas y nuevas. Las diferencias eran mínimas, pero algo en la cadencia del texto lo inquietaba. Cuando Enora entró con un sobre, le confesó que había decidido apartarse un tiempo del trabajo con Toño. Manuel valoró su honestidad, y juntos compartieron una reflexión que sonó como una promesa velada: “Hay mañanas que empiezan más temprano que otras.” “Y noches que anuncian las mañanas”, respondió él.
En la Casa Grande, Leocadia se enfrentaba a Cristóbal. Él, valiente pero prudente, le expresó su desacuerdo por el despido de Petra. Ella, impasible, le recordó que en esa casa los desacuerdos solo sirven si no hacen ruido. Luego, cambió de tema: las cartas de Catalina eran un peligro. Si alguien intentaba escribir con su voz, debía descubrirse quién movía la pluma. “Temo por el orden —dijo—, no por Catalina. Si la imitan, es por su poder, no por su ternura.”
La paz duró poco. Pía irrumpió con un rumor que amenazaba con incendiar el servicio: Madame Cocotte había dicho que las fórmulas de su cocina provenían de La Promesa. Leocadia ordenó sofocar el escándalo antes de que subiera las escaleras. “Las palabras, como el agua, van hacia abajo. Si suben, es que alguien las empuja.”
Esa misma noche, Jacobo y Martina tuvieron su conversación final. Bajo la luz tenue del jardín, ella admitió que ya no quería fingir sonrisas para no asustar. Él, sereno, reconoció su cobardía. Cuando ella pronunció el nombre de Adriano, no hubo reproche, solo aceptación. Se separaron sin abrazos, entendiendo que a veces el silencio es la forma más limpia de despedirse.

Con el amanecer, cada rincón de La Promesa retomó su pulso. En el hangar, Toño y don Luis lograron que la máquina volviera a ronronear. Enora, fiel a su palabra, observó desde un lado. En la cocina, Pía apagó los rumores antes de que se convirtieran en escándalo. Vera y Lope se evitaron con dignidad, mientras María Fernández, al aceptar un vaso de agua de Samuel sin palabras, dejó entrever que aún quedaba espacio para la reconciliación.
En el despacho, Leocadia firmó los primeros papeles del enlace de Ángela y Beltrán. Jacobo los preparó con esa precisión fría que anticipa lo inevitable. Martina, por su parte, buscó refugio en los mapas, intentando encontrar un orden que ya no existía en su vida. Curro caminaba por el valle, aferrado al recuerdo de Ángela, mientras ella, al otro lado, reorganizaba su habitación como quien se reordena por dentro.
Entonces, un soplo de aire movió la carpeta “Catalina” sobre la mesa de Manuel. En la primera hoja, subrayada, una frase parecía mirarlo: “Si un texto no respira, lo ha escrito el miedo.” Él sonrió, comprendiendo que el miedo era ahora el verdadero enemigo. Y con esa certeza, salió al patio dispuesto a enfrentarlo.
El jueves comenzó con la precisión de un reloj recién calibrado. Cada personaje, sin saberlo, se movía al compás de un mismo tic-tac: el del destino que todo lo ordena y todo lo rompe. Porque en La Promesa, nada se destruye sin que algo nuevo empiece a construirse. Y en esa sinfonía de secretos, amores y traiciones, todos —Manuel, Leocadia, Jacobo, Martina, Ángela, Curro, Enora y hasta don Luis— aprendían, sin admitirlo, que la verdadera promesa no era sobrevivir, sino permanecer fieles a lo que aún late dentro.
Así, bajo la luz inclinada de la mañana, La Promesa volvió a respirar, aunque el aire trajera consigo el eco de una traición que, muy pronto, saldría a la luz.