Avance Sueños de Libertad, capítulo 431: Chloé Dubois y el primer golpe fatal
Chloé Dubois y el primer golpe fatal
La llegada de Chloé Dubois a la colonia no trajo flores ni sonrisas, sino una tormenta envuelta en perfume francés. Desde el primer instante, su presencia desató un cambio silencioso pero implacable: decisiones que huelen a pólvora, órdenes que tiemblan de frialdad y miradas que anuncian el principio del fin. Aquel jueves de noviembre no fue un día más; fue el comienzo de una era en la que el poder se mediría en sacrificios y el dolor se convertiría en moneda de cambio.
Chloé entró en la fábrica con la calma de quien ya ha visto demasiadas ruinas y aún cree en la reconstrucción. Su elegancia era tan precisa que parecía un arma, y su voz, una sentencia envuelta en terciopelo. Sin rodeos, exigió a Tasio —el director, el hombre acostumbrado a tener la última palabra— que despidiera a la mitad del personal antes del fin de la jornada. No hubo espacio para el debate. Su tono no admitía titubeos: “Prefiero apagar el incendio y reconstruir antes de que las llamas lo devoren todo”. En esa frase se resumía su credo: destruir para salvar. Tasio comprendió que la colonia no volvería a ser la misma.
Mientras las órdenes se expandían como ecos metálicos por los pasillos, Andrés intentaba recomponer los fragmentos de su mente, destrozada desde la noche de la explosión. Los recuerdos regresaban como luciérnagas: destellos que no se dejan atrapar. María, con su serenidad ensayada y sus verdades selectivas, le ofrecía respuestas que olían a mentira. Cada palabra suya era una venda perfectamente colocada sobre una herida que seguía supurando. Andrés la amaba, o creía hacerlo, pero algo en su interior le susurraba que esa calma era una trampa.

En el dispensario, Begoña y Luz enfrentaban otro tipo de batalla. Don Agustín, humillado por su propio arrepentimiento, buscaba redención ante la mujer a la que había menospreciado. Pero Begoña, firme, lo perdonó sin someterse, imponiendo su condición: respeto absoluto hacia su independencia y su futuro matrimonio con Gabriel. Luz, testigo de aquel pequeño milagro, la aplaudió con ironía y ternura: “Le has extirpado el orgullo sin anestesia”. Sin embargo, la paz duró poco. Andrés apareció turbado, buscando respuestas médicas a recuerdos imposibles. Luz comprendió que lo que él había visto —una María erguida, caminando después del desastre— podía ser verdad o delirio, pero decidió no empujarlo a ninguna conclusión. “No creas enseguida a nadie, ni siquiera a ti mismo”, le advirtió.
Mientras tanto, la fábrica se impregnaba de un aire pesado. Los rumores de despidos recorrían los talleres como un mal perfume. En la cantina, Claudia entrevistaba a una nueva trabajadora, Mari Paz, una joven que escondía algo detrás de su serenidad. Su respuesta —“He venido a aprender a empezar”— dejó a Claudia con una inquietud sutil y un aroma extraño adherido a su bufanda: almendra y tinta. Un olor que parecía venir del misterio mismo.
En otra ala, Marta y Pelayo libraban su propio duelo. Ella había visitado a Eladio en prisión para enfrentarse a su chantaje. Pero las palabras del hombre solo trajeron veneno: quería saber si la sangre de Santiago pesaba más que la de ella. Pelayo juró protegerla, aun a costa de su propia ruina. “No compro la salvación con tu culpa”, sentenció, sellando un pacto de resistencia. Pero en su mente ya resonaba otro nombre: Chloé Dubois. La francesa la había invitado a rehacer la línea “Reina Clara”, una propuesta que sonaba tanto a desafío como a rescate. Entre ambas mujeres se encendió un respeto mutuo, una conexión forjada en la profesionalidad y en la verdad compartida. No hubo coquetería ni rivalidad; hubo oficio, franqueza y una intuición peligrosa: podían ser enemigas o aliadas, pero nunca indiferentes.
Chloé le propuso a Marta algo que era, al mismo tiempo, una prueba y una promesa: volver al origen de la fragancia, limpiarla de artificios y devolverle su alma. Marta aceptó, comprendiendo que perder una parte de la producción era un precio justo por no perder la esencia. Entre fórmulas y aromas, ambas compartieron una mirada que valía más que cualquier contrato: la de dos mujeres dispuestas a sostener el mundo sin pedir permiso.
Sin embargo, fuera del laboratorio, la realidad era más cruel. Tasio, fiel a su palabra, reunió a los capataces y anunció la reducción del personal. Habló de cifras y proyecciones con la voz rota por la dignidad. Nadie protestó; todos entendieron que la herida era inevitable. En la puerta, cuando los obreros comenzaron a salir con sus cartas de despido, Chloé observó desde la distancia. No lo hacía por cobardía, sino por respeto: sabía que el dolor no debía ser espectáculo. Cuando pasó junto a Tasio, solo dijo: “Gracias. No por mí. Por la fábrica”. Y en esas pocas palabras había una humanidad que la protegía de la imagen fría que todos le atribuían.
Mientras tanto, Damián De la Reina recibía noticias desde Francia. El orgullo del patriarca seguía siendo su mayor debilidad. Convocó a su hijo Andrés y, con el peso de los siglos en la voz, le recordó quién era: “Eres un De la Reina”. Pero Andrés ya no estaba seguro de qué significaba eso. Cuando Chloé apareció en su despacho para presentarse oficialmente, el choque fue inevitable. Damián rechazó su propuesta con arrogancia, pero ella no se rindió: “No vengo a enseñarles a mezclar perfumes. Vengo a evitar que no quede nadie a quien enseñar”. Andrés, entre la duda y la intuición, fue el único que quiso escucharla.
Chloé expuso su plan: recortes hoy, inversión mañana, resurrección de “Reina Clara” y creación de una nueva línea que devolvería a la marca su antiguo prestigio. Su discurso mezclaba estrategia y poesía, y cuando mencionó a la madre de Andrés, el aire en la sala se volvió espeso. Damián la echó sin piedad, pero Chloé se marchó sin perder la calma. Antes de cruzar la puerta, le dijo a Andrés: “El olfato no miente”. Fue una despedida y una advertencia.

Esa noche, el eco de los despidos recorría los muros de la colonia como un rezo roto. Las familias lloraban en silencio; las máquinas callaban. Chloé volvió a la fábrica, encontró a Marta esperándola con un tarro de prueba y un cuaderno abierto. Juntas comenzaron a reformular el perfume, a limpiar la rosa de su exceso de dulzura y a devolverle su verdad. “El cedro acompaña sin humillar”, dijo Marta. “Y el alma”, añadió Chloé, “debe oler a ventana abierta”. Entre ellas se selló algo más fuerte que una alianza: una complicidad nacida del trabajo y del respeto, una promesa de resistencia femenina en un mundo que todavía olía a hierro y poder masculino.
En los pasillos, Tasio cumplía su último acto de valentía: mirar a los despedidos a los ojos. Marta observó la escena desde lejos y comprendió que la fábrica no solo perdía obreros; perdía inocencia. “Si vas a quedarte, tendrás que mirar la herida sin cerrar los ojos”, le advirtió a Chloé. Ella respondió sin titubeos: “Vine a eso. A vendar y a operar. A veces el mismo día”.
Al caer la noche, la colonia se sumió en un silencio denso. En cada casa, una historia distinta buscaba consuelo: Begoña leyendo la carta de Gabriel; Claudia oliendo su bufanda con sospecha; Cristina soltando un amor viejo; Pelayo calculando la distancia entre la promesa y la culpa; María ensayando un paso nuevo frente al espejo, como quien quiere volver a creer en su propio cuerpo. Y en su pensión, Chloé, ya sin pendientes ni máscaras, escribió un informe para Brossard: “Golpe ejecutado. Caja contenida. Proyecto en marcha si no estorban”.
Pero debajo, en español, dejó una nota personal, casi íntima: “No olvidar los ojos de Andrés. No olvidar las manos de Marta. No olvidar a Tasio en la puerta”. Afuera, el viento de noviembre se colaba entre los muros de la colonia, llevando consigo los ecos de un cambio irreversible. El primer golpe había caído. Y aunque muchos creían que se trataba solo de números y despidos, en realidad era el comienzo de algo mucho más profundo: la reconfiguración del poder, el despertar de las conciencias y la fragancia de una nueva era que, como todo perfume verdadero, dejaría su huella mucho después de que el aire se hubiese disipado.
El mundo de la colonia había cambiado para siempre. Y, entre el humo y el almizcle, Chloé Dubois se convirtió en el aroma imposible de olvidar.