¡ESCÁNDALO EN LA PROMESSA! NADIE ESTABA PREPARADO PARA ESTO.

 

La promessa anticipazioni

Un trueno lejano rompe el silencio en el Palacio Luján, y el eco de los cascos de una carroza golpea el empedrado húmedo, mientras nubes amenazantes se arremolinan sobre las torres. Los guardias sienten un escalofrío recorrerles la espalda, un nombre se susurra entre los arcos: Cruz. Pero no es la persona que creían conocer. Con el rostro cubierto y la mirada cargada de secretos, regresa al palacio envuelta en un torbellino de sospechas y miedos.

Lorenzo aprieta el puño hasta lastimarse, mientras los murmullos de venganza se mezclan con lágrimas de terror. Nada escapará al juicio de Cruz, y cada alianza dentro de la casa se tambaleará. Nadie sabe si alguien podrá sobrevivir a su regreso; ha vuelto para ajustar cuentas, y lo hará a su manera. Tras un simple cuadro se oculta un secreto devastador, y no todos estarán preparados para soportar el peso de la verdad. Hay una caja misteriosa, un nombre pronunciado con fría determinación y un plan que se ejecuta silenciosamente bajo la mirada de todos. Pero ¿qué oculta realmente ese cuadro y por qué el sargento Burdina fue convocado con tanta urgencia? ¿Justicia o venganza? La única certeza es que nada volverá a ser como antes.

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La promesa - Temporada 4 - Episodio 526

En la entrada principal, Alonso permanece de pie, la mano firmemente agarrada al bastón, con la mirada perdida entre gratitud e incertidumbre. No sabe si sonreír o reprochar la situación. Cruz desciende de la carroza vestida de negro, irradiando el esplendor de una gran marquesa, pero con el dolor de quien ha estado ausente demasiado tiempo. Su impacto al pisar el patio es firme, el pie clavado en el suelo, los ojos fijos en la fachada del palacio. Su rostro refleja nostalgia, orgullo y dolor; esa casa alguna vez fue suya, pero ahora la observa con frialdad.

Alonso la recibe con voz calmada, casi distante, sin decidir si aceptar la situación o rechazarla. Sus miradas se encuentran en un silencioso diálogo prolongado hasta que las puertas internas se abren y aparece Manuel. Su expresión está marcada por el cansancio y el dolor, reflejo de noches de duelo y rabia contenida. Por un instante, Cruz abandona su compostura de marquesa y le dirige una sonrisa frágil, un tenue rayo de esperanza. “Hijo mío”, dice al dar un paso adelante y extender la mano, como buscando rescatar un recuerdo perdido.

Pero Manuel no se mueve; su rostro permanece tenso y sus ojos arden de rabia. “No me llames así”, responde con voz áspera y cortante. Cruz se queda suspendida, la mano en alto, indecisa entre retirarla o insistir. “Sé que estás enojado. No hice lo que dicen… No habría tenido el valor”, dice con la voz rota, pronunciando aquel nombre que lo hiere: Ann. Manuel cierra los ojos, como si una daga atravesara su pecho. Al abrirlos, las lágrimas brillan, pero la ira permanece intacta. “No pronuncies su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo”. Sus palabras caen como piedras pesadas sobre Cruz, que siente el corazón quebrarse, la respiración detenerse y los ojos arder. No derrama una lágrima. Manuel retrocede, desciende las escaleras con paso firme y se aleja sin mirar atrás. Cruz permanece inmóvil, conteniendo la respiración, mientras el viento del patio arrastra sus susurros.

Los días posteriores, la presencia de Cruz en el palacio actúa como una chispa sobre un pajar seco: cualquier movimiento puede encender la tensión. Cada corredor que atraviesa, cada estancia que pisa, provoca miradas que oscilan entre respeto, temor y hostilidad. Sin embargo, hay alguien cuyo desprecio no puede ocultar: Leocadia. Desde el regreso de Cruz, Leocadia percibe su presencia como una amenaza directa al poder que ha construido con tanto esfuerzo. Para ella, Cruz debería permanecer tras las rejas para siempre. Sus miradas se cruzan diariamente sin ceder ni un centímetro, y la tensión se palpa en el aire como un aviso de tormenta.

En la sala principal, durante su primer enfrentamiento, la tensión es casi tangible. Cruz ordena que el misterioso cuadro se coloque en un lugar visible: desea que todos lo vean. Leocadia entra con su vestido impecable, una sonrisa maliciosa en los labios, y cuelga los retratos con mano segura. Cruz permanece de espaldas. “No necesito sentirme propietaria”, dice Leocadia con firmeza. “Lo soy, siempre lo he sido, y nada de lo que hagas cambiará eso”. Avanza acercándose, los tacones resonando sobre el mármol brillante. “Lo has sido siempre”, susurra con un tono dulce pero cargado de malicia.

“Veremos por cuánto tiempo”, continúa, “porque el tiempo en prisión me ha sido productivo. He ganado la confianza de muchos, incluido el marqués, y pronto conquistaré todo lo que alguna vez fue tuyo”. Cruz alza la mirada, fijándola con un gélido y frío sonrisa. “¿Qué quieres decir exactamente?” Leocadia hace una elegante reverencia, su voz baja y venenosa: Alonso ya no estará solo, el terreno ha sido marcado y la oscuridad se acerca. “Necesito a alguien que mantenga el control firme del palacio, alguien a quien Cruz nunca podría oponerse, y ese rol será mío. Muy pronto, Cruz, el título de Marquesa será mío”, declara, prometiendo silencios cortantes como cuchillos.

Avance de 'La Promesa', capítulo de hoy, viernes 8 de agosto: Martina recurre a Ángela por su parte del palacio | Series

Cruz la observa con ojos ardientes. “¿Solo una invitada molesta?” responde con firmeza. “¿Crees que secretos o chantajes te salvarán?” “Nunca”, contesta Leocadia. Esas palabras cargan años de luchas, acusaciones y tensiones acumuladas en la decadente corte del palacio, un ecosistema de rivalidades y revelaciones, donde cada persona es una pieza en un complejo juego de alta aristocracia.

Leocadia sonríe con sarcasmo. “Ya bailabas entre acusaciones, Cruz, y tu hijo Manuel no quiere verte. Lo leí en sus ojos, te odia”. Cruz siente la herida abrirse en su corazón, la humillación penetrar en sus huesos, pero no se quiebra. Levanta el mentón con orgullo, mirada firme y helada. “Puedes intentarlo todo lo que quieras, pero siempre regresaré y encontraré la manera de destruirte, Leocadia, de una vez por todas”. Sus palabras reverberan por los corredores silenciosos. Pia, que pasa por allí, se detiene en la puerta y traga saliva. Los sirvientes intercambian miradas, anticipando la explosión que está por venir.

Al día siguiente, la rivalidad entre Cruz y Leocadia domina cada rincón del palacio. Cada comida se convierte en un campo de batalla: Cruz ordena platos que Leocadia critica sin piedad, examinando cada detalle con tonos venenosos. Leocadia responde convocando a los sirvientes a su habitación en la noche, mientras los pasillos se llenan de susurros y pasos furtivos que resuenan contra paredes frías y cortinas de lujo.

“¿Crees que tienes poder aquí, Leocadia?” grita Cruz una noche, su voz vibrante de autoridad. “Yo tengo más”. Lo que sigue es un duelo de palabras afiladas, promesas de venganza y destrucción, miradas que atraviesan como lanzas la tensión de este juego aristocrático. Mientras tanto, Cruz, herida por las duras palabras de Manuel, se niega a rendirse y busca recuperar el corazón de su hijo. La batalla apenas comienza, y cada movimiento, cada susurro, anuncia que nada será igual en La Promesa.