Gabriel, a punto de matar a Andrés: no quiere que cuente la verdad – Sueños de Libertad

💥 “La larga noche del hospital: culpa, esperanza y un silencio que pesa como el destino” 💥

El silencio del hospital se ha vuelto insoportable. Las paredes blancas, los relojes detenidos en una rutina cruel y el sonido constante de las máquinas marcan un tiempo que parece no avanzar. En esa habitación donde el aire es tan denso que cuesta respirar, Gabriel lucha contra su propia impotencia, mientras observa el cuerpo inmóvil de Andrés. La esperanza y la culpa conviven en su pecho como dos enemigos irreconciliables.

Todo comienza con la llegada inesperada de su tío. La escena parece sencilla, pero detrás de cada palabra se esconde una tormenta de emociones contenidas. “Tío, ¿qué haces tú aquí?”, pregunta Gabriel, sorprendido. Su voz tiene un tono quebrado, mezcla de cansancio y necesidad de consuelo. El tío, con una serenidad que solo los años pueden dar, responde que ha venido a relevarlo, para que vaya a descansar un poco a casa. Pero Gabriel no quiere moverse. No puede. Ha pasado demasiadas horas junto al lecho de su primo, esperando un milagro que no llega.

El tío insiste con calma, recordándole que necesita descansar, que no puede pasarse las noches enteras allí. Pero Gabriel se aferra a su silla como si abandonar la habitación fuera traicionar a Andrés. “Estoy esperando a ver si vuelve a moverse”, murmura, con los ojos fijos en ese rostro que ya no le responde. Y entonces ocurre: un pequeño movimiento, apenas perceptible, un parpadeo, un cambio mínimo. Pero no basta. “Se despierta —dice el tío con cautela—, pero no hay cambios.” La esperanza se enciende y se apaga en un segundo.

El doctor Herrera, según cuenta el tío, ha dicho que hay motivos para creer en una recuperación. “Eso es lo que piensa el doctor, y eso es lo que cuenta.” Gabriel asiente, pero su rostro no se ilumina. Sabe que una cosa es lo que se dice para calmar los nervios, y otra la verdad que todos temen pronunciar. El tío menciona que ha hablado con Marta y Pelayo, que todos están al tanto de la situación. Pero esas noticias, que deberían reconfortar, solo le recuerdan a Gabriel lo lejos que está del mundo exterior.

Gabriel, a punto de matar a Andrés: ¡no quiere que despierte y que cuente  la verdad!

“Váyase a casa —le insiste su tío—, le están esperando para cenar.” Pero Gabriel apenas lo escucha. Dice que se irá un rato, que cenará y volverá después. Es una mentira piadosa. Ni él mismo cree en esa pausa. “Por favor, tío —suplica—, no se sabe cuánto tiempo tendremos que esperar. Váyase a casa. Le vendrá bien dormir en su cama. Yo me quedo. Se lo debo a mi primo.” Y ahí, en esa frase, se condensa todo su tormento.

La culpa lo consume. Siente que él no debería estar allí, vivo, entero, mientras Andrés yace entre la vida y la muerte. “No sabes lo culpable que me siento de haber salido de esta sin un rasguño”, confiesa con un nudo en la garganta. Su tío lo observa con tristeza. “Lo que no es justo —responde— es que te sientas así. Ya solo nos queda esperar a que se despierte sano y salvo.” Pero Gabriel no puede creerlo. La culpa se ha convertido en su única compañía.

El tío, resignado, acepta marcharse. Promete que estará pendiente, que puede llamarlo a cualquier hora si hay novedades. “Cuente con ello”, responde Gabriel sin levantar la vista. Y cuando el hombre se marcha, el silencio vuelve a ocupar la habitación, un silencio que pesa como una sentencia.

Entonces entra Emiliano, el joven asistente, intentando romper esa atmósfera fúnebre. “La verdad es que tengo un poco de hambre”, dice Gabriel de pronto, casi avergonzado de su necesidad humana en medio del dolor. Le pide a Emiliano que le compre un bocadillo, de lo que sea, no importa. El muchacho asiente, agradecido por la oportunidad de hacer algo útil. Gabriel se queda solo, otra vez, frente a su primo inconsciente.

En ese momento, el hospital entero parece dormido, pero en su interior hay un torbellino de pensamientos. Gabriel recuerda cada instante antes del accidente. Las palabras duras que intercambiaron, la tensión entre ellos, la rabia contenida. Si hubiera dicho otra cosa, si hubiera reaccionado de manera diferente, ¿estaría Andrés despierto ahora? La culpa no se disipa. Se clava en el pecho como una espina imposible de arrancar.

Y sin embargo, bajo esa carga insoportable, late algo más: miedo. Miedo a lo que pasará si Andrés despierta y recuerda todo. Miedo a las verdades enterradas, a los sentimientos prohibidos, a la venganza que podría venir. Porque, aunque nadie lo dice en voz alta, todos saben que cuando Andrés despierte, nada volverá a ser igual.

El reloj marca las once. Gabriel se levanta, camina unos pasos, se sienta otra vez. Habla en voz baja, como si su primo pudiera escucharlo. “Tienes que volver, ¿me oyes? No puedes dejar las cosas así.” Pero solo obtiene como respuesta el pitido constante del monitor. Cada segundo parece una eternidad.

Gabriel, a punto de matar a Andrés: ¡no quiere que despierte y que cuente  la verdad!

La escena, que a simple vista es solo un diálogo entre dos hombres cansados, en realidad es un retrato desgarrador de la culpa y la esperanza humana. El hospital se convierte en un símbolo de purgatorio: un lugar donde las almas esperan su redención sin saber si esta llegará.

Gabriel, agotado, apoya la cabeza entre las manos. La promesa de descansar se desvanece. No hay sueño posible cuando el corazón está roto. Sabe que, aunque su tío le haya dicho que duerma en su cama, él no puede hacerlo. Esa cama ahora es un lujo que no merece.

Emiliano regresa con el bocadillo envuelto en papel, pero Gabriel apenas lo toca. La comida se enfría sobre la mesa. Su mirada sigue fija en Andrés. Cada respiración, cada parpadeo, cada movimiento mínimo se convierte en un milagro potencial.

Fuera, la noche se extiende sobre la ciudad. En algún lugar, Marta y Pelayo intentan mantener la calma. Damián cena solo, con la mente en el hospital. Y Begoña, incapaz de dormir, reza en silencio. Todos están unidos por el mismo hilo invisible de miedo y esperanza.

La espera continúa. Los médicos no prometen nada. El doctor Herrera, optimista pero prudente, insiste en que el tiempo será el mejor aliado. Pero Gabriel siente que el tiempo, lejos de curar, solo agranda la herida.

Cuando las luces del pasillo se atenúan y el hospital cae en su ritmo nocturno, Gabriel susurra un último pensamiento: “Si vuelves, te prometo que todo será distinto.” Pero ni siquiera él cree en sus propias palabras. Afuera, el viento golpea los ventanales del hospital como un presagio.

Esa noche, en la habitación 214, el destino de una familia entera queda suspendido entre dos respiraciones. Y aunque nadie lo sepa todavía, ese silencio cargado de culpa y esperanza será el preludio del cambio más grande que haya vivido la colonia. Porque cuando Andrés despierte —si es que lo hace—, las verdades enterradas saldrán a la luz… y nada volverá a ser igual.