LA PROMESA – ¡AL FIN! Curro PRUEBA la LOCURA de Leocadia y LOGRA que la ENCIERREN en un SANATORIO
Prepárense porque lo que están a punto de presenciar en este capítulo de la promesa será absolutamente devastador.
Spoiler: Tras años de manipulación, mentiras y tragedias, llega el momento en que Leocadia comienza a pagar por todo. Lo que sigue no es solo la caída de una villana: es el hundimiento total de una mente que se devora a sí misma. Lo que verán a continuación supera cualquier castigo físico —es el tormento permanente de una conciencia rota— y todo arranca con pequeños signos que nadie quiso o pudo encubrir por más tiempo.
Durante semanas los criados del palacio empiezan a murmurar entre sí, inquietos por los cambios en Leocadia. Simona, mientras prepara la mañana con Candela, confiesa que la ha visto hablar sola, lanzando gritos a presencias invisibles; sus manos tiemblan hasta al pelar una simple patata. Candela, pálida, recuerda haberla sorprendido una madrugada cavando en el jardín en camisón, como si quisiera enterrar algo que temía que encontraran. María Fernández, que entra en ese instante, añade un detalle aún más perturbador: encontró el cuarto de Leocadia hecho trizas, sus joyas destrozadas a golpes porque la mujer juraba que estaban envenenadas por la difunta Cruz. Petra, de longeva experiencia en el servicio, identifica los signos que ella misma ha visto antes: la culpa acumulada, el colapso por los crímenes no confesados. Pero Leocadia no es una loca cualquiera: incluso en sus crisis, sabe fingir ante la familia. Mantiene una apariencia casi impecable cuando está con los Luján, lo que dificulta que los sospechosos vean lo que ocurre tras esa máscara.
Curro, siempre atento, es el primero en no poder ignorar la evidencia. Una noche, recorriendo los pasillos, escucha a través de una puerta entreabierta cómo Leocadia habla con furia a voces que sólo ella percibe: se acusa, invoca nombres de mujeres que ya no están y pronuncia amenazas. En su delirio llega a admitir los crímenes, culpando a fantasmas por haberla forzado; le ordena a quien escucha que se calle, pero entre sollozos y gritos deja escapar confesiones que hielan la sangre. Curro capta, en ese instante, una verdad tan terrible como útil: la mente de Leocadia se está rompiendo, y su caída podría ser la palanca que por fin los libere de su reinado de terror.
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En secreto convoca a un reducido círculo de confianza —Manuel, María Fernández, Petra y Pía— y les plantea una estrategia fría y sin concesiones: demostrar, mediante pruebas documentadas y testigos, que Leocadia padece una psicosis incapacitante, de modo que un diagnóstico experto la inhabilite legalmente y permita su internamiento definitivo en un centro de alta seguridad. Es un plan duro; Manuel se resiste al principio por cuestiones morales, pero la memoria de las víctimas, los daños irreparables y la posibilidad real de que Leocadia manipule cualquier juicio terminan inclinando la balanza. La intención no es infligir crueldad gratuita, sino ponerle punto final a una amenaza que, si se sometiera a los recursos habituales, podría sortear con sobornos o seducción.
Durante dos semanas el grupo registra cada episodio: fechas, horas, descripciones, testigos. María sustenta un diario obsesivo; Petra aporta la mirada clínica que distingue verdaderos síntomas de fingimientos; cada incidente se archiva con datos precisos. El expediente crece: noches de ataques en la cama, conversaciones con imágenes inexistentes, destrozos, cortes en las manos —todo documentado. Con ese dossier en mano, Curro contacta a un reputado psiquiatra, el Dr. Ernesto Villar, conocido por sus casos extremos. El médico acepta visitar discretamente el palacio haciéndose pasar por un galeno de rutina, y en una evaluación privada comienza a desmontar la fachada de Leocadia con preguntas que la desestabilizan.
Aunque inicialmente controla sus respuestas y seduce con su encanto, pequeñas señales traicionan a Leocadia: un temblor en un ojo, una contradicción, un desliz que la obliga a hablar de sus visiones. El doctor concluye que hay indicios de psicosis paranoide severa y que es necesario verla en pleno episodio para formalizar un diagnóstico que resista en tribunales. Entonces se prepara una confrontación calculada: una cena familiar donde, con sutileza y crueldad aplicada como instrumento, los presentes evocan a las víctimas y sus muertes. Uno por uno, los nombres se pronuncian como martillazos que rompen la frágil compostura de Leocadia. La tensión crece hasta que ella explota: se levanta histérica, ve a los muertos en una esquina vacía, confiesa sin control y cae en un arrebato de violencia verbal y física que todos presencian. El psiquiatra, oculto entre los invitados, toma notas: ha obtenido el episodio que necesitaba.
Al día siguiente, tras una evaluación exhaustiva que incluye entrevistas, pruebas proyectivas y observación, el Dr. Villar redacta un dictamen demoledor: Leocadia sufre psicosis paranoide crónica con alucinaciones recurrentes y elementos severos de trastorno de personalidad antisocial; su desconexión de la realidad es profunda e irreversible. Su recomendación es tajante: internamiento inmediato en un centro especializado para enfermos criminalmente insanos. Con ese aval médico, el proceso legal avanza. El abogado de la familia presenta el informe y los testimonios ante el juez. En la sala de audiencia Leocadia aparece desaliñada, perdida en murmullos incoherentes; sus palabras no ayudan a su defensa: confiesa, grita, delira. El magistrado, tras revisar la evidencia y observarla directamente, firma la orden de internamiento indefinido en un sanatorio de máxima seguridad.
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La escena del traslado es pesadillesca: Leocadia, atada y sedada de forma intermitente, grita sobre fantasmas que la persiguen; intenta escapar; la medicación apenas apaga su furia. La institución a la que llega es un edificio imponente y terrible: celdas acolchadas, vigilancia permanente, aislamiento. Allí se extingue el rostro público de la villana: la mujer que antes manipulaba y dominaba ahora es un cascarón que repite letanías, marca rituales sin sentido y envejece a una velocidad cruel. Los doctores confirman el peor pronóstico: deterioro progresivo, ausencia de esperanza real de recuperación. Con el paso de los meses, su humanidad se diluye; las visitas se vuelven inútiles y dolorosas. Cuando la familia va por última vez, lo que encuentran ya no les recuerda a la persona que conocieron: una figura desfigurada, murmurando sobre paredes que sangran, sin reconocimiento alguno.
Al volver al palacio, el cambio es palpable y casi físico: la atmósfera se aligera, los pasos ya no se dan con miedo. La familia, liberada de la influencia de Leocadia, respira y reconstruye su vida. Curro, cuya fría determinación salvó al clan, es reconocido y nombrado guardián legal del linaje; su acción, por dura que fuera, aparece como la única vía para impedir que la maldad continúe. Con el tiempo la casa recupera la calma: bodas, reconciliaciones, mejoras para los criados y un futuro que, pese al precio, parece posible.
El final es terrible y definitivo: Leocadia vive, encadenada a su delirio, olvidada por el mundo exterior en una celda que es a la vez prisión y tumba. Su suplicio eterno —la mayor condena imaginable para quien convirtió la vida de otros en ruina— se erige como la última justicia que la familia logró imponer. La paz que retorna a la promesa no borra las pérdidas, pero sella un capítulo; el monstruo que los acechó queda encerrado en su propio infierno, y la familia, por fin, puede mirar hacia adelante.