La Promesa: Ángela rompe la boda revelando su embarazo

Ángela rompe la boda revelando su embarazo

El gran día había llegado. Todo el palacio de La Promesa se había transformado en un templo de lujo y apariencias. Las lámparas brillaban, las flores rebosaban perfume, y los invitados cuchicheaban con la impaciencia de quien espera presenciar una unión perfecta. Nadie podía imaginar que, detrás del velo blanco, Ángela llevaba un secreto capaz de derrumbar siglos de orgullo familiar. Su madre, Leocadia, había orquestado aquella boda con precisión quirúrgica: el enlace con Beltrán sellaría el destino de ambas y el futuro de la casa. Pero la novia, silenciosa y serena, caminaba hacia el altar con un plan distinto.

Una semana antes, había huido con Curro a las montañas. Allí, lejos del mármol y las normas, habían vivido el amor que la sociedad les negaba. Fueron siete días robados al tiempo, entre risas, fuego y nieve. Siete días en los que el corazón de Ángela latió libre. Pero los sueños no duran eternamente. Volvió porque debía hacerlo, no porque quisiera. Desde entonces, algo había cambiado en su mirada. Ya no era la muchacha sumisa que obedecía a su madre; había regresado con un propósito.

En la iglesia, el murmullo se detuvo cuando ella apareció. Su figura, envuelta en seda y encaje, parecía un ángel bajando del cielo. Beltrán, el novio perfecto, la esperaba con una mezcla de nervios y devoción. A su lado, el sacerdote comenzó la ceremonia. Las palabras en latín resonaban solemnes mientras los presentes contenían la respiración. Curro, escondido entre los criados al fondo del salón, sentía cómo cada sílaba se le clavaba en el pecho. Recordaba la promesa que ella le había hecho: “Confía en mí, sin importar lo que veas”.

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Y entonces llegó el momento.
El sacerdote formuló la pregunta que debía sellar el destino de Ángela.
—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

El silencio fue total. Podría haberse escuchado el caer de una aguja.
Ángela respiró hondo. Sus dedos temblaban sobre el ramo. Durante un instante, buscó con la mirada a Curro. Sus ojos se encontraron. Ese segundo bastó.

De pronto, ella dio un paso al frente.
Con un movimiento lento, se quitó el velo y lo dejó caer al suelo.
—Antes de responder —dijo, su voz firme y clara—, hay algo que todos deben saber.

Un murmullo recorrió el salón. Leocadia, desde la primera fila, se levantó bruscamente.
—¡Ángela, detente! —ordenó, con una furia apenas contenida—. ¡No arruines esto!

Pero su hija no la escuchó. El temblor de sus manos había desaparecido. Solo quedaba la determinación de quien está a punto de liberarse, aunque el precio sea el infierno.

—No puedo casarme con Beltrán —declaró—. No puedo hacerlo porque mi corazón y mi vida ya pertenecen a otro hombre.

El escándalo fue inmediato. Las damas se llevaron las manos a la boca, los caballeros se inclinaron unos hacia otros en susurros incrédulos. Beltrán la miraba sin comprender, el rostro blanco como el mármol.
Ángela continuó, alzando la voz para que nadie pudiera fingir no haberla oído:
—Durante los últimos días, he estado lejos de aquí. Y no estaba sola.

Entonces posó su mano sobre el vientre, un gesto suave, casi reverente.
—Estoy esperando un hijo.
Un hijo de Curro.

El nombre prohibido cayó como una bomba.
Beltrán dio un paso atrás, como si lo hubiesen golpeado. Leocadia palideció, sus ojos encendidos de furia impotente. En los balcones, las velas titilaron como si el mismo aire se hubiese helado.

El sacerdote dejó caer el misal; el murmullo creció hasta convertirse en un rugido.
La nobleza, horrorizada, buscaba salidas discretas. Nadie quería ser testigo de semejante afrenta. El marqués Alonso, observando desde su rincón, comprendió que acababa de estallar la rebelión más temida: una hija desafiando a su madre, una mujer destruyendo el destino que otros habían tejido para ella.

Beltrán intentó hablar, pero su voz se quebró.
—¿Es esto cierto? ¿Es verdad lo que dices?

Ángela lo miró con compasión.
—Sí. Y lo lamento más por ti que por nadie. Pero no podía seguir mintiendo. No mereces una esposa que pertenezca a otro.

Leocadia se adelantó, su rostro transformado en máscara de orgullo herido.
—¡Calla! ¡Basta! ¡No sabes lo que haces! Estás destruyéndote, destruyéndonos a todos.

Pero Ángela ya no era la niña que temía a su madre. Dio un paso hacia el centro del salón, erguida, con el velo a sus pies como símbolo de su libertad.
—No, madre. Por primera vez, estoy salvándome.

El caos se desató. Beltrán abandonó el altar, roto por la humillación. Leocadia gritaba órdenes, tratando de contener el desastre. Los invitados se retiraban entre murmullos de escándalo. Y en medio de aquella tempestad, Curro avanzó desde el fondo, incapaz de contenerse más.

Sus miradas se encontraron una vez más, y aunque no pronunció palabra, Ángela entendió que había cumplido su promesa: no dejar que su vida fuera decidida por otros.

La joven fue llevada a rastras por su madre hacia una sala privada, mientras los criados se dispersaban como hojas al viento. Leocadia la enfrentó, fuera de sí.
—¡Eres una insensata! ¡Has arruinado nuestro nombre!

Ángela, agotada pero serena, la miró fijamente.
—Usted me enseñó que la reputación lo es todo. Pero yo descubrí que vivir sin verdad es peor que morir.

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Leocadia alzó la mano, pero no pudo golpearla. Su hija ya no era suya.
En ese momento, Curro apareció en la puerta.
—No la toque —dijo con una voz baja, firme.

El enfrentamiento que siguió fue breve pero brutal: la madre poderosa frente al amor imposible. La tensión era tan densa que ni el aire se movía. Finalmente, Leocadia giró sobre sus talones y salió, dejando tras de sí el eco de su derrota.

Ángela cayó de rodillas, temblando. Curro se arrodilló a su lado.
—Lo hiciste —susurró él—. Lo cambiaste todo.

Ella apoyó la frente en su pecho.
—Ahora ya no hay vuelta atrás.

Afuera, los invitados abandonaban el palacio entre comentarios venenosos. Las flores del altar, aún frescas, comenzaban a marchitarse bajo el peso del escándalo. El reloj marcó las once y media, la misma hora en que, una semana antes, Ángela había escapado por primera vez.

El círculo se había cerrado. Pero esta vez, no había huida. Había revolución.

Porque lo que había ocurrido no era solo la ruptura de una boda, sino el fin de una era: la caída del dominio de Leocadia, el desafío de una mujer a su destino, y el nacimiento de una verdad imposible de esconder.

El silencio volvió al salón vacío, y sobre el altar quedó el velo abandonado de Ángela, testigo mudo de una promesa rota y de un amor que, aunque condenado, había vencido a la mentira.