La Promesa, avance del capítulo 690: Una despedida, una relación cómplice y ¿el final de Petra?

Spoiler: La despedida de Ricardo, la complicidad de Adriano y Martina y el incierto destino de Petra en La Promesa

El amanecer del lunes 6 de octubre en el palacio de La Promesa se presentó como un telón gris cargado de presagios. El sol, velado por nubes altas, parecía incapaz de calentar los pasillos de piedra, que se llenaban de un frío tan intenso como el que embargaba los corazones de quienes habitaban el lugar. El ambiente estaba dominado por un silencio espeso, saturado de ansiedades y de temores, que impregnaba cada rincón de la casa. Era el tipo de quietud que acompaña los momentos en los que se siente que algo decisivo, quizá fatal, está por ocurrir. Y el epicentro de esa tensión era la figura ausente de Petra Arcos, cuya enfermedad se había propagado con la rapidez de una sombra que devora todo lo que toca.

La servidumbre, acostumbrada a verla como un bastión severo pero imprescindible, no sabía cómo reaccionar ante su deterioro fulminante. Su habitación, convertida en un espacio de temor reverente, era evitada por todos. Allí Petra luchaba entre la vida y la muerte, mientras el resto del servicio intentaba ignorar el olor a enfermedad y el miedo latente al contagio. La mujer que había sido columna vertebral del orden en la casa estaba ahora reducida a un cuerpo débil, inmóvil, sostenido apenas por la fragilidad de un pulso que se debilitaba segundo a segundo. El silencio de su agonía era un recordatorio doloroso de la vulnerabilidad humana.

En paralelo, en el despacho de poder, Cristóbal de la Serna disfrutaba de su victoria con la frialdad calculadora que lo caracterizaba. Entre sus manos sostenía una carta, no un documento cualquiera, sino la misiva que Ricardo Pellicer había dejado antes de marcharse en sigilo. La había leído más de una docena de veces, encontrando en sus palabras no solo la despedida de un hombre honorable, sino también la prueba tangible de su triunfo. Ricardo, incapaz de resistir más la presión y la injusticia, se había sacrificado con la esperanza de que su ausencia allanara el camino para el regreso de Pía Adarre y su hijo. Para Cristóbal, aquello era un trofeo: la ingenuidad de los hombres buenos siempre terminaba por favorecer a los calculadores.

Con la carta en mano, se dirigió al salón principal donde los marqueses, Alonso y Cruz, junto con Curro, soportaban la carga de sus propias preocupaciones. Allí, con teatralidad, anunció la partida de Ricardo. El silencio que siguió fue tan espeso como la niebla matinal. Cristóbal, con una sonrisa cargada de ironía, leyó en voz alta la despedida, reduciendo con su tono burlón las nobles palabras del mayordomo. Ricardo había escrito que se marchaba para no ser un obstáculo más en la casa, confiando en que su salida devolviera la paz y la justicia. Sin embargo, lejos de conmover a Cristóbal, la carta se convirtió en un instrumento de humillación.

Curro, indignado, rompió la calma y encaró a Cristóbal con una valentía que contrastaba con el abatimiento de los demás. Lo acusó de haber manipulado todo para expulsar a Ricardo, y exigió el inmediato regreso de Pía. Pero Cristóbal, condescendiente y mordaz, desvió la exigencia, alegando que el retorno de Pía dependía aún de garantías de lealtad en la casa. El enfrentamiento revelaba la profunda división moral que atravesaba a los habitantes de La Promesa.

La noticia de la marcha de Ricardo no tardó en extenderse al servicio. Fue María Fernández quien llevó la información a las cocinas, donde Lope, Candela, Simona y Santos recibieron la noticia con estupor. El golpe fue devastador, pero en especial para Santos, que no pudo creer que su padre lo hubiera dejado sin despedirse. Lope, cargado de resentimiento, lo enfrentó con dureza, acusándolo de haber sido cómplice de Cristóbal y responsable indirecto del sufrimiento y la partida de Ricardo. Sus palabras, duras y certeras, se clavaron en el corazón de Santos como cuchillos. La confrontación derivó en un estallido de emociones que desnudó la culpa y el arrepentimiento del joven, quien huyó destrozado hacia la habitación vacía de su padre, donde finalmente se derrumbó entre sollozos. Allí, rodeado de la ausencia absoluta de Ricardo, comprendió el peso de sus errores y la soledad a la que se había condenado.

Mientras tanto, en un espacio alejado del dolor colectivo, Adriano y Martina encontraban un refugio mutuo. El invernadero, con su aire cálido y su vegetación exótica, era un contraste esperanzador frente al ambiente opresivo de la casa. Unidos por la pérdida y la desilusión, habían forjado un vínculo sólido que trascendía las palabras. Adriano confesó su incapacidad de asumir el legado de su padre y la gestión de las tierras, y Martina, lejos de juzgarlo, lo comprendió con ternura. Para ella, lo importante no eran las tierras ni el poder, sino el bienestar de Adriano. En sus miradas cómplices se dibujaba una alianza emocional que prometía resistir frente a cualquier adversidad.

En otro rincón del palacio, Toño, el chófer, irrumpía con entusiasmo en busca de Manuel. Traía consigo la noticia de que Enora había aceptado su propuesta de matrimonio y le pedía al joven marqués que fuera su padrino de boda. Manuel, sorprendido y dubitativo, no pudo ocultar sus reservas sobre Enora, a pesar de su aprecio sincero por Toño. El dilema moral se cernía sobre él: aceptar implicaba bendecir una unión sobre la que tenía dudas, mientras rechazarlo podía destrozar la ilusión de su amigo. Entre los aeroplanos que representaban su anhelo de libertad, Manuel quedó atrapado en una encrucijada de lealtades.

La joven Vera, por su parte, enfrentaba una angustia más personal. Su deseo de reencontrarse con su padre chocaba con las advertencias de Federico, quien había descubierto que aquel hombre estaba envuelto en asuntos turbios y peligrosos. Las palabras de Federico derrumbaron la idealización que Vera había mantenido, revelándole que su padre no era un hombre arrepentido, sino un criminal calculador. La verdad la golpeó con brutalidad, sumiéndola en un abismo de miedo y desilusión.

Y mientras todos lidiaban con sus fantasmas, Petra continuaba librando su propia batalla en la penumbra de su habitación. Samuel, incapaz de soportar la idea de que muriera sola, reunió valor y entró en su cuarto con un jarro de agua. La escena que encontró lo dejó helado: Petra estaba inconsciente, su pulso débil y errático, su respiración casi inexistente. El pánico lo dominó y, dejando caer la jarra, salió corriendo a pedir ayuda. El grito desesperado de Samuel resonó por los pasillos del palacio, uniendo a todos en un mismo terror: ¿estaban presenciando el final de Petra Arcos?

Así, el capítulo se cierra con un clima de incertidumbre y miedo compartido. La despedida silenciosa de Ricardo, la complicidad creciente entre Adriano y Martina, las dudas de Manuel, las revelaciones dolorosas de Vera y el dramático estado de Petra configuran un mosaico de destinos cruzados que mantienen a La Promesa en el filo de la tragedia y el renacer.