La Promesa, avance del capítulo 697: Catalina contacta a Adriano; Leocadia tienta a Curro

Catalina contacta a Adriano; Leocadia tienta a Curro

El amanecer del miércoles 15 de octubre tiñó a La Promesa con un tono de incertidumbre. Bajo un cielo gris perlado, el palacio parecía contener la respiración, como si cada rincón supiera que el destino de muchos estaba a punto de cambiar. Las horas avanzaban lentamente, cargadas de silencios, de miradas que ocultaban secretos y de decisiones que nadie se atrevía aún a pronunciar.

En su habitación, Adriano caminaba entre sombras y recuerdos, intentando sobreponerse al vacío que había dejado Catalina. Cada día sin ella era un eco interminable de melancolía, un laberinto de tristeza donde solo el llanto de sus hijos lo mantenía en pie. Pero cuando todo parecía perdido, una carta inesperada con el sello de Catalina llegaría para trastornar su frágil calma. Aquel mensaje, lleno de palabras contenidas y sentimientos prohibidos, abriría una puerta que él creía cerrada para siempre.

Mientras tanto, en otra parte del palacio, el alma de Leocadia Figueroa tramaba un nuevo movimiento en su tablero de poder. Había logrado lo impensable: comprometer a su hija Ángela con el temido capitán Lorenzo de la Mata. Pero ver la tristeza reflejada en los ojos de su hija comenzaba a resquebrajar incluso su férrea determinación. Leocadia sabía que los sentimientos eran un lujo que una mujer como ella no podía permitirse, y sin embargo, aquella mañana se permitió flaquear.

Avance 'La Promesa': Catalina contacta con Adriano (capítulo 697, miércoles  15 de octubre)

El detonante había sido Beltrán, el joven caballero que con su sonrisa y nobleza había devuelto a Ángela un poco de luz. En su interior, Leocadia comprendió que quizás aquel muchacho era su mejor alternativa para salvarla de una vida de miseria junto a Lorenzo. Y para lograrlo, necesitaba una pieza clave: Curro, el lacayo de corazón noble que llevaba en silencio un amor imposible por la joven.

La astuta matriarca lo citó en la biblioteca, ese santuario de secretos donde las paredes parecían susurrar intrigas pasadas. Con voz templada, Leocadia desarmó a Curro. Le habló del sufrimiento de Ángela, de su miedo, de su desdicha, hasta convertir su compasión en un arma a su favor. Luego, sin titubear, le hizo una propuesta tan audaz como peligrosa: ayudarla a unir a Ángela con Beltrán.

Curro quedó petrificado. Le pedía que conspirara contra el capitán Lorenzo, que traicionara la confianza de su señor y que, al mismo tiempo, empujara a la mujer que amaba a los brazos de otro. Pero Leocadia jugaba con su punto débil: el amor. Con un tono casi maternal, le aseguró que no se trataba de reemplazarlo, sino de salvarla. Le pidió que hablara con Ángela, que sembrara en ella la idea de que con Beltrán aún podía tener un futuro libre.

Cada palabra de Leocadia fue un veneno dulce. Lo manipuló con maestría, apelando a su sentido del honor y su sacrificio. Lo convenció de que amar, a veces, significaba renunciar. “Dale la libertad de elegir”, le dijo con una mirada gélida. “Eso haría un hombre que de verdad la ama”.
Y así, con el corazón destrozado y la voz apenas audible, Curro aceptó. “Lo haré —susurró—, por ella”. La dama asintió satisfecha: acababa de mover su ficha más impredecible.

Mientras el drama se tejía en la biblioteca, la vida en la servidumbre seguía su curso, aunque marcada por un dolor silencioso. Vera, tras regresar de su misterioso viaje, se había transformado en una sombra de lo que fue. Su sonrisa había desaparecido y en su lugar solo quedaba una frialdad inquietante. Lope, con su ternura habitual, intentó acercarse ofreciéndole un bizcocho recién hecho, pero recibió a cambio una mirada vacía y unas palabras cortantes que lo dejaron con el alma helada.
Incluso Jana, siempre comprensiva, intentó hablar con ella, pero se encontró con un muro de rabia contenida. Vera, herida por algo que nadie comprendía, arremetió contra todos. Quería que la dejaran en paz, que no la compadecieran. Su alma estaba lejos, atrapada en un secreto del que no podía hablar. La servidumbre entera comenzó a temer que aquella muchacha, antes frágil y dulce, estuviera perdiéndose en un abismo del que no sabría volver.

Pero entre las sombras surgió una chispa de esperanza. Petra, la severa ama de llaves que había estado al borde de la muerte, abrió los ojos después de días de agonía. En su habitación se respiró un aire de milagro. Pía Adarre contuvo el llanto al verla despertar, y el marqués de Luján, conmovido, agradeció en silencio que la vida le diera una segunda oportunidad. La noticia se extendió como fuego: Petra vivía. En las cocinas se abrazaron, las lágrimas se mezclaron con sonrisas, y por un momento, los muros de clase se desvanecieron.

Mientras todos celebraban ese pequeño triunfo, en el hangar del palacio se vivía otro tipo de emoción. Manuel, Toño y Enora habían culminado el diseño de su nuevo motor aéreo, al que llamaron “Ícaro”. Tras meses de esfuerzo y noches en vela, por fin habían logrado lo imposible. Entre planos manchados de grasa y tazas de coñac, brindaron por el éxito.

La Promesa: El esperado reencuentro de Catalina y Adriano
Pero bajo las risas y los brindis, una tensión latente vibraba en el aire. Manuel no podía evitar mirar a Enora con un afecto silencioso, imposible. Ella, comprometida con Toño, evitaba su mirada, pero su corazón no siempre obedecía a la razón. Ambos sabían que entre ellos existía algo más que complicidad profesional, una corriente peligrosa que ninguno se atrevía a nombrar.

Y mientras el futuro prometía grandes triunfos en los cielos, en los jardines de La Promesa el amor se estrellaba contra la realidad. Beltrán, ilusionado con Ángela, descubrió por casualidad que la joven estaba comprometida con el temido capitán Lorenzo. Las palabras de dos doncellas bastaron para destrozar su ilusión.
La buscó con el corazón ardiendo entre el laberinto del jardín y la enfrentó sin rodeos. “¿Es verdad que estás prometida?”, le preguntó, con una mezcla de rabia y desesperación. Ángela, atrapada entre el deber y el sentimiento, se quedó sin aliento. Su silencio fue más doloroso que cualquier confesión.

En ese instante, las piezas del tablero se alineaban con precisión cruel. Curro, dispuesto a sacrificarse, Beltrán, herido en su orgullo, y Ángela, prisionera de los designios de su madre. Leocadia había encendido una llama que pronto se convertiría en incendio.

Y mientras tanto, en otra habitación, Adriano rompía el sello de la carta de Catalina. Al leer las primeras líneas, supo que su vida jamás volvería a ser la misma. En aquel trozo de papel dormían secretos, culpas y una verdad que amenazaba con derrumbar los cimientos de todo lo que creía estable.

Así concluye este miércoles turbulento en La Promesa:
un día donde el amor se disfraza de traición, las lágrimas se confunden con sonrisas, y cada decisión, por más noble que parezca, acarrea una condena.
Porque en este palacio, nada ocurre por casualidad… y cada gesto, por pequeño que sea, marca el principio del fin.