La Promesa – Avance del capítulo 706: Ángela, Curro y el trato imposible
Ángela, Curro y el trato imposible
En La Promesa, la tensión alcanzaba niveles insostenibles. Ángela estaba a punto de tomar la decisión más arriesgada de su vida: aceptar casarse con Beltrán. Sin embargo, no lo haría sin imponer una condición que haría temblar los cimientos de su mundo. Antes de firmar su destino, exigió a su madre, Leocadia, pasar dos días a solas con Curro, lejos del palacio y de la mirada inquisitiva de todos. Una exigencia que parecía casi imposible de cumplir, un reto que podía destruir los planes meticulosamente trazados por Leocadia. La pregunta que flotaba en el aire era clara: ¿sería capaz su madre de aceptar esta osadía sin perder el control?
Mientras Ángela se debatía entre obedecer y buscar un último instante de libertad, los pasillos de La Promesa se llenaban de sombras y emociones contenidas. Adriano, sumido en una tristeza profunda que ni Martina lograba comprender, parecía un fantasma entre los libros de la biblioteca. Enora, la cocinera, trataba de sanar viejas heridas con un gesto de afecto hacia Simona y Candela, mientras Manuel empezaba a ver cómo su esfuerzo incansable en el diseño de un motor de avión empezaba a rendir frutos. La tensión y las emociones prohibidas se mezclaban con secretos que amenazaban con estallar, demostrando que en La Promesa nadie estaba preparado para lo que traería el nuevo trato de Ángela.
El ambiente en la casa era pesado, casi tangible. Cada salón y cada pasillo resonaban con ecos de susurros y miradas cargadas de significado. En este universo de lujo y apariencia, las batallas más importantes se libraban en silencio: en una mirada prolongada, en un gesto reprimido o en la fuerza con la que dos manos se entrelazaban. Para Ángela, el mundo se reducía a un salón bañado por la luz dorada del atardecer, donde se enfrentaba a dos fuerzas que determinarían su futuro: su madre, Leocadia, y Beltrán, el hombre que acababa de proponerle matrimonio.

Beltrán, con su semblante sólido y calculador, ofrecía su mano en un gesto más propio de un acuerdo comercial que de un compromiso romántico. Evaluaba a Ángela como se evalúa un bien valioso: linaje, porte y, sobre todo, la riqueza y conexiones que su madre le proporcionaba. Leocadia, a su vez, observaba con ojos de estratega. Para ella, el matrimonio era una transacción y Ángela, el diamante que había pulido durante años. Cada palabra y cada gesto eran parte de un plan cuidadosamente ejecutado. La voz de Leocadia, suave como la seda pero con acero debajo, instaba a Ángela a dar su respuesta: “No seas tímida”.
Ángela, con la garganta cerrada y la vida desfilando ante sus ojos, recordaba las lecciones de piano, los bailes, las clases de francés, todo diseñado para este preciso momento. Se sentía como una marioneta, pero incluso las marionetas pueden rebelarse. En su mente, un nombre ardía con fuerza: Curro. Pensarlo era como tomar aire después de estar sumergida bajo el agua. Su amor por él era un refugio secreto, un jardín prohibido entre las rígidas reglas de La Promesa. Reuniendo fuerzas, Ángela miró a Beltrán y pronunció un extraño y ajeno “Sí, acepto”.
El alivio de Leocadia fue inmediato. Aplaudió con delicadeza estudiada mientras Beltrán, con un beso frío sobre sus nudillos, se mostraba complacido. Pero Ángela aún no había terminado. Una fuerza nacida de la desesperación la impulsó a imponer su última carta. “Madre”, dijo con firmeza, “hay una condición”. La atmósfera cambió en un instante. Leocadia congeló la sonrisa y Beltrán mostró un atisbo de curiosidad. Ángela explicó que quería pasar dos días fuera de La Promesa, sola, con Curro.
El silencio posterior fue absoluto. Beltrán frunció el ceño, desconcertado y ligeramente ofendido; ¿Curro, el jardinero? Leocadia, en cambio, comprendió perfectamente la magnitud de la petición. Su rostro de triunfo se transformó en furia contenida, avanzando hacia su hija con pasos que resonaban como golpes de martillo. “¿Has perdido el juicio?”, siseó. Pero Ángela se mantuvo firme: no mancharía su nombre ni el de su familia, solo deseaba despedirse, tener cuarenta y ocho horas para ella antes de entregar su vida a Beltrán.
Leocadia estaba frente a un dilema. Sabía que un escándalo público por cancelar la boda sería devastador, pero también entendía que Ángela hablaba en serio. Tras un tenso silencio, ordenó a Beltrán retirarse, dejando a madre e hija solas con la incertidumbre flotando en el aire. ¿Aceptaría Leocadia el trato?
Mientras tanto, en otra ala del palacio, Adriano enfrentaba su propia tormenta. La confesión de Martina sobre sus sentimientos hacia Catalina había destruido su esperanza. Cada palabra de afecto hacia otra persona había sido una daga en su corazón, dejándolo en un estado de melancolía y desolación. Su risa ausente y su ingenio apagado contrastaban con la vitalidad habitual del joven marqués, recordando que incluso en la nobleza, el desamor podía ser devastador.
Martina, consciente del impacto de sus palabras, intentaba aliviar su culpa. Lo encontró en la terraza, y aunque intentó consolarlo, comprendió que la herida estaba abierta y que el afecto que podía ofrecer ahora solo era amistad, un territorio amargo y redefinido para ambos. Los pasos por los pasillos nocturnos reflejaban la fragilidad de su relación, un recordatorio de que algunas brechas eran difíciles de reparar.
En la cocina, sin embargo, un gesto de reconciliación iluminaba la noche. Enora, agradecida por la defensa de Simona y Candela ante una injusticia, les ofreció dos dedales de plata. Un regalo sencillo que significaba mucho más: reconocimiento, gratitud y un lazo de humanidad que, en un palacio lleno de secretos, era un soplo de aire fresco. Entre aromas de patatas y cebolla, la reconciliación se sentía en el ambiente, una promesa de que incluso heridas recientes podían empezar a sanar.

En otro rincón, Manuel celebraba un triunfo distinto. Tras meses de esfuerzo en su motor de avión, recibía cartas de empresas interesadas en adquirir su diseño. Su éxito era un rayo de luz entre la oscuridad de La Promesa, una prueba de que la pasión y el esfuerzo podían superar las barreras de la jerarquía y los títulos. La emoción compartida con Jana, su confidente, convertía aquel momento en un instante de felicidad pura y sencilla.
Pero la noche traía consigo la vigilia de Ángela. En su habitación, recordaba la conversación con su madre y el acuerdo pendiente. Los cuarenta y ocho horas que había pedido eran su último respiro de libertad, un símbolo de valentía antes de entregarse a un destino que no había elegido por completo. Curro dormía ajeno, mientras su nombre se erigía como la balanza que sostenía la decisión más importante de Ángela.
En la biblioteca, Adriano caminaba entre sombras, intentando calmar su dolor con la poesía, solo para encontrarse atrapado en un mar de desilusión y afecto no correspondido. Martina, a su lado, comprendía que la amistad ofrecida ahora era un premio de consolación, un recordatorio de que la vida podía ser injusta incluso con los corazones más sinceros.
La noche caía sobre La Promesa, y con ella, la promesa de complicaciones. Cada decisión y secreto acumulado en el día se transformaba en nubes de tormenta. El ultimátum de Ángela, nacido de la desesperación y del amor, podía cambiarlo todo en cualquier momento. Su madre, Leocadia, tenía en sus manos el destino de muchos: una vida entera por el precio de cuarenta y ocho horas de libertad, y la decisión que tomara prometía alterar los hilos de la historia de La Promesa para siempre.