La Promesa – Avance del capítulo 707: María y su desgarradora decisión final
María y su desgarradora decisión final
El palacio se ha quedado sin aliento. Un rumor que se convierte en noticia estalla en los pasillos y cambia la vida de varios para siempre: María Fernández toma la decisión de interrumpir su embarazo. Entre el pánico, la vergüenza y un corazón que no encuentra salida, su confesión a Pía marca un punto de no retorno. Alrededor, otros dramas se encajan como piezas de una maquinaria implacable: Petra lucha por no perder su empleo; Manuel reabre viejas heridas al readmitir a Enora; y Curro prepara un movimiento desesperado para salvar a Ángela. Un capítulo que hiere, que obliga y que promete consecuencias imprevisibles en La Promesa.
La atmósfera del palacio está cargada: no es solo el peso de los muros, sino la tensión que se respira en la nobleza y en el servicio. Para Petra Arcos, los días se miden en pasos apurados y en el tic tac brutal de un reloj que la sentencia. En una reunión rígida con don Cristóbal, su nuevo superior, le dan tres días para enderezar el servicio o marcharse para siempre. La reprimenda fue fría, casi quirúrgica: tres días para convertir la intendencia en un mecanismo implacable de disciplina. Petra sale del despacho sin poder creerse que su vida, forjada a la sombra de la marquesa, pueda terminar así de pronto. El palacio es su universo; perderlo significa no tener nada. El miedo la acompaña como una sombra implacable.
En otro lado del gran caserón, en el hangar donde el viento golpea las alas y el tiempo huele a aceite, Manuel pone a prueba su propia misericordia y su cálculo. Enora, la joven mecánica que en el pasado mintió y rompió corazones, vuelve a trabajar bajo su tutela. Manuel la observa con la mezcla de compasión y cautela que le caracteriza: ha visto el arrepentimiento en sus ojos, conoce su destreza con los motores y, a la vez, no olvida la traición que ella causó, sobre todo a Toño. El reencuentro entre Enora y Toño es volcánico: él, herido hasta los huesos, no está listo para perdonar; ella suplica una oportunidad que él no sabe aún si puede conceder. Manuel, pragmático, es claro: no habrá tercera oportunidad. Enora acepta; Toño sufre.

Mientras tanto, en las cocinas, entre vapores y risas amortiguadas, se teje una esperanza distinta: Lope, el cocinero con manos de artista, ve cómo su talento es observado con ojos nuevos. Simona y Candela lo empujan a soñar despierto: un libro de recetas, dibujos, legado. La idea prende como una chispa y, por un instante, el palacio respira creatividad. Pero esos momentos de calor se ven arrojados a un lado por la tormenta que se cocina en el corazón de María.
María no duerme. Su mundo es una sucesión de tareas mecánicas cuyos sabores le parecen ceniza. Lleva días rota por dentro; la noticia de su embarazo no es una alegría sino una condena. Salvador está tan hundido en su propio dolor que no puede ser refugio. Jana ya carga con demasiado. Solo Pía —firme, fuerte, con la generosidad hecha gesto— puede entender la magnitud del dilema. Cuando María se sienta frente a ella y pronuncia la palabra que hará temblar todo: “estoy embarazada… y no voy a tenerlo”, la habitación parece detenerse. No es una posibilidad debatida: es una decisión tomada en la oscuridad, forjada en la idea de que ese niño no tendría lugar ni futuro digno en su vida.
Pía, herida por su propia historia y a la vez despierta en la compasión, no acepta juzgar: abraza, escucha, sostiene. Sabe que la elección de María la marcará para siempre, pero promete no abandonarla. “No estás sola”, le dice. Y eso basta para que, en medio del dolor, se abra una pequeña rendija de humanidad.
A la vez, Ángela vive su propia pesadilla a plena luz del día. Lorenzo, con su sonrisa medida, la acosa con sutileza: regalos, preguntas, roces «inocentes» que la hacen retroceder hasta quedar sin aliento. Cada encuentro es una espada invisible. Curro, desde la galería, lo observa todo y siente que su rabia protectora alcanza el punto de ebullición. No puede seguir viendo a su tía reducida por la presión del capitán. Decide entonces tomar un riesgo extremo: entrar en el despacho de Lorenzo, buscar pruebas de sus manejos, arriesgarse a todo para sacarlo del palacio o al menos desenmascararlo. Su plan es temerario: una ganzúa, la cerradura, un allanamiento que lo convierte en un hombre dispuesto a pagar cualquier precio por la seguridad de Ángela.

La tensión en La Promesa se multiplica por donde se mire. Petra se consume pensando en los tres días: debe imponer orden, castigar favoritismos, demostrar que es la sombra que mantiene la casa. Enora lucha por redención trabajando junto a aquel a quien traicionó; Toño intenta recomponer lo irrecuperable; Lope amasa sueños para convertirlos en pan; Simona y Candela empujan con voz y ternura la idea de un futuro distinto. Y María, en el epicentro silencioso, toma la decisión que cambiará su vida: no traerá ese niño al mundo porque no soporta la idea de darle un destino de servidumbre, porque el miedo a lo que será la consume más que la esperanza del nuevo ser.
La confesión entre María y Pía —temblorosa, inevitable— es uno de los momentos más crudos del episodio. Allí, sin moralismos, sin juicios, la amistad se vuelve un puente sobre el abismo. Pía ofrece compañía, niega la soledad. María, con la voz en la que ya no queda nada, confirma: “He decidido no tenerlo”. La certeza cala, pero la promesa de Pía de acompañarla humaniza el drama.
Y mientras la noche cae, Curro se desliza por los pasillos con la determinación de quien no teme al castigo. Su ganzúa brilla en la penumbra; el despacho de Lorenzo le aguarda. Sabe que está cruzando una línea irreversible. Si lo descubren, su mundo se desploma; si triunfa, quizás salve a Ángela. No hay medias tintas. El capítulo cierra con esa sensación de punto crítico: decisiones irrevocables, gestos de valentía y sacrificio, y la certeza de que en La Promesa nada volverá a ser igual.
En definitiva: un episodio que golpea por su crudeza y su humanidad. Donde la vulnerabilidad de una mujer se convierte en epicentro, y donde la lealtad y el amor verdadero se mezclan con la traición, la ambición y el miedo. María toma su decisión; Petra corre contra el reloj; Manuel reinicia una herida; Curro arriesga la suya. Y el palacio —siempre testigo— espera, conteniendo el aliento, el desenlace de actos que ya no admiten vuelta atrás.