La Promesa – Avance del capítulo 709: Beltrán y el secreto que lo condena
🔮 Beltrán y el secreto que lo condena
El próximo episodio de La Promesa se anuncia como un auténtico vendaval de emociones, despedidas y verdades que, al revelarse, cambiarán para siempre el rumbo del palacio. En el corazón de todo, un secreto: el de Beltrán, un hombre que empieza a descubrir que su silencio puede costarle mucho más que la verdad. A su alrededor, las vidas se entrelazan en un mosaico de despedidas, sospechas y decisiones que nadie podrá revertir.
La madrugada despierta con un aire extraño, como si la casa entera contuviera la respiración. Ángela se prepara para marcharse. Lleva el bolso apretado contra el pecho y la mirada fija en las montañas. No ha dormido: ha ensayado mentalmente las palabras de su adiós. “No me odies, Curro”, “el amor no siempre basta”… frases que suenan vacías frente al abismo de lo que está a punto de hacer. En su interior sabe que marcharse es la única forma de salvar lo poco que queda de ella misma.
Curro, en cambio, ha pasado la noche imaginando un comienzo, no un final. Cree que ese viaje será su oportunidad de redimirse, de huir juntos hacia un destino nuevo. Pero cuando la ve aparecer, con su vestido sin adornos y esa expresión firme en el rostro, comprende que algo va mal. Ángela no viene a prometer, viene a cerrar.
Su diálogo, al pie de la ladera, es un duelo entre la razón y el amor. Él se aferra a la esperanza; ella, a la lucidez. “No es falta de amor”, le confiesa, “es que ya no sé quién soy cuando estoy contigo”. Curro intenta luchar, pero se da cuenta de que la batalla está perdida. No hay un enemigo que derrotar, solo una decisión que respetar. “Déjame odiarte un poco”, le pide, “así me dolerá menos”. Ella responde con calma: “El odio no te curará. Ya he dicho adiós”. Y cuando él le pregunta adónde va si no es con él, Ángela contesta con una simple verdad: “Voy hacia mí”.

Mientras el amor se disuelve entre ecos y viento, en el palacio, Jacobo observa a Beltrán con creciente inquietud. La amistad entre ellos se tambalea bajo el peso de las sospechas. ¿Qué oculta Beltrán? ¿Por qué sus palabras suenan como promesas a medias? En su conversación, finalmente, la verdad asoma: Beltrán no esconde un crimen, sino una duda. “Hay un plan que me conviene y me ofende al mismo tiempo”, confiesa. “No sé si soy el hombre que debería ser o el que los demás quieren que sea”. Jacobo lo escucha con respeto. “Entonces sé quien eres en la incertidumbre”, le dice, “no traiciones a quien te mira, ni te traiciones a ti mismo”.
En otra esquina del palacio, la vida sigue latiendo entre secretos más pequeños pero igual de punzantes. Lope, el cocinero, descubre que alguien ha robado sus recetas. “Madame Cocotte”, un misterioso nombre que empieza a circular entre cuchillos y fogones, podría ser una amenaza o una admiradora. Cristóbal, intrigado, le advierte: “Quien te roba no te imita, te reta”. Lope entiende que está frente a un duelo invisible, uno donde el sabor y el orgullo serán las armas.
Mientras tanto, Pía acompaña a María Fernández en una encrucijada difícil. La joven, temblando entre lágrimas, debe tomar una decisión que podría marcar su destino. Pía no la juzga, solo le ofrece sostén. “No puedo decirte qué hacer —le dice—, solo prometerte que no estarás sola cuando decidas”.
En la planta noble, Adriano recibe una carta que parece escrita por Catalina. Pero algo no encaja. Su perfume, su letra, su tono… todo parece una copia perfecta, pero sin alma. “Es como si una sombra me hablara con su voz”, confiesa a Martina. Ella, siempre clara, responde: “Tal vez no sea ella. O tal vez tú ya no seas el hombre que la esperaba”. Lo que nadie sospecha es que esa carta será la primera de muchas, y que tras la tinta perfumada se oculta una mente calculadora dispuesta a manipular el destino de todos.
Leocadia, como siempre, observa desde su trono de frialdad. Creía tener el control sobre Ángela y sobre el futuro de Beltrán, pero al descubrir que su hija ha decidido ser libre, su rostro se endurece. “Entonces no hay boda”, dice con la sequedad de quien no llora, sino calcula. Beltrán, cansado, solo responde: “Lo que hay es una mujer que ha decidido ser dueña de su final”.
El día avanza con un aire denso, como si la casa misma tomara partido. En el taller, Manuel prueba su motor, ese invento que podría cambiarlo todo. Alonso lo observa con orgullo silencioso. “Los motores laten si quien los diseña tiene corazón”, le dice. Y cuando por fin el artefacto arranca, el rugido metálico sacude toda La Promesa. Es el sonido del progreso, del riesgo… y del futuro que ya nadie podrá detener.

Esa misma tarde, Lope recibe una nueva carta, esta vez dirigida a él. Está firmada, otra vez, por “Madame Cocotte”. Dentro hay una receta imposible, escrita con mano maestra. Al pie, una posdata: “Deje de buscarme entre sombras equivocadas. Quien le roba no imita, innova”. Lope queda helado, no de miedo, sino de fascinación. Alguien lo está desafiando desde el anonimato, hablándole en el único lenguaje que entiende: el arte de cocinar.
En paralelo, Petra lucha contra el cansancio. Sus manos tiemblan, su voz se apaga, pero sigue de pie, hasta que un resbalón la obliga a aceptar la ayuda de Leocadia. “Si cae usted, caemos las dos”, le dice la matriarca, sin ternura, pero con verdad. Por primera vez, ambas ríen. No es reconciliación, es humanidad.
Al anochecer, Ángela y Beltrán se cruzan una última vez en el pasillo. No se deben explicaciones. “No necesito tu perdón”, dice ella. “Ni yo tu excusa”, responde él. En ese silencio, ambos entienden que se están despidiendo del miedo, no del amor. “Te deseo una vida sin deuda”, murmura ella. “Y yo te deseo una vida sin miedo”, replica él. Dos bendiciones que suenan a redención.
Cuando la casa vuelve a quedar en calma, una figura anónima escribe otra carta. Su rostro no se ve, pero su determinación arde. Perfuma el sobre, lo sella y susurra: “Mañana dejaré de dudar”. Quizá sea Catalina. Quizá no. Lo único cierto es que cada palabra escrita en La Promesa tiene el poder de cambiar un destino.
Y así, mientras el motor de Manuel late por primera vez y el eco de las cartas recorre los pasillos, Curro, roto pero vivo, se sienta al borde del pozo con la cinta azul que Ángela le dejó. Llora, ríe, y al fin comprende: amar no era poseer, sino aprender a soltar. Guarda la cinta y camina. La Promesa —esa casa que guarda más secretos que paredes— ajusta sus puertas, ilumina sus lámparas y se prepara para otro amanecer.
Porque, al final, en ese lugar donde todo parece detenerse, los secretos no mueren: laten. Y el de Beltrán… acaba de empezar.