La Promesa: Beltrán y Ángela ante la Noche de Verdad
Beltrán y Ángela ante la Noche de Verdad
La Promesa despierta envuelta en una claridad plomiza, como si el amanecer estuviera anunciando una caída inminente. Los preparativos para el aniversario del duque avanzan con precisión militar, pero bajo los manteles recién planchados y el brillo de las copas se mueven corrientes más oscuras: Lorenzo acecha a Beltrán con insinuaciones que hielan la sangre, Ángela se siente atrapada entre su corazón y su libertad, y Curro lucha por no ser borrado de la vida de la joven. En las cocinas, el hervor de las ollas no consigue acallar los secretos que cruzan miradas entre Simona, Lope y Candela. En los pasillos, María Fernández rompe finalmente con Samuel, mientras que Teresa recibe una propuesta que podría torcer el destino entero de la casa.
Pero nada, absolutamente nada, se compara con lo que está a punto de estallar durante la celebración: cartas manipuladas, intrigas urdidas por Lorenzo, maniobras silenciosas de Leocadia y verdades enterradas durante años… hasta que Ángela decide que ya no será la pieza de nadie y se colocará delante de todos, dispuesta a encender la chispa que nadie se atreve a tocar.
Una sola noche bastará para que caigan máscaras, para que alianzas se despedacen y para que el destino de La Promesa se dé la vuelta como una moneda al aire. Porque esta vez, el silencio no salvará a nadie. Y cuando llegue la hora de hablar… lo que arderá será la casa entera.
La mañana llega cargada de un gris inquietante. El aniversario debería traer alegría, pero el ambiente pesa como un presagio. Las doncellas pasan a toda prisa, los manteles se extienden, las copas tintinean, dispuestas a sonar no como brindis… sino como campanas de juicio. Beltrán avanza por los pasillos con la rigidez de quien camina hacia su propio veredicto. Desde la amenaza de Lorenzo la noche anterior, cada sombra le parece un aviso. “Te observo”, le había dicho el capitán. Y desde entonces, su pecho late como si quisiera escapar del cuerpo.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Ff33%2F1a3%2Ffff%2Ff331a3fffdd73331aeab29876e08d18a.jpg)
Mientras tanto, Ángela contempla el vestido que no pudo estrenar. El que debería haber llevado al altar el día anterior, antes de que la invitación al aniversario lo arrasara todo. Siente que el destino juega con ella como un felino con su presa. Leocadia aparece en el quicio de la puerta, férrea y helada, exigiendo que deje de mirar el vestido como si fuera una traición. “Te lo pondrás sin escándalos ni soldados”, sentencia; y Ángela sabe que, al decir “soldados”, su madre habla de Curro. Y eso le duele más que cualquier amenaza. Confiesa que no sabe si quiere seguir adelante, que todo va demasiado rápido y que Beltrán y Lorenzo están atrapados en un duelo que podría arrastrarla a ella. Leocadia, sin pestañear, le recuerda que la boda es la jugada clave. Su salvación. Su salida. Y cuando Ángela pronuncia el nombre de Curro, la máscara de su madre se resquebraja solo para dejar ver la pura frialdad: “Curro nunca debió contar”.
En las cocinas, Simona, Lope, Candela y Vera libran su propia batalla contra el caos. Mientras intentan llegar al menú perfecto, Lope insiste en advertir sobre Madame Cocotte y su recetario sospechoso. Pero Simona, rota por la angustia por su hijo, lo corta de raíz: hoy no hay espacio para conspiraciones culinarias, hoy lo único urgente es que Beltrán no termine en el punto de mira de Lorenzo. Candela añade, con un filo que corta más que el cuchillo: cuando un hombre como ese quiere hundir a alguien, lo hace hasta ver sangre.
María Fernández, en la planta baja, es una tormenta en movimiento. Samuel insiste en seguirla, rogando que lo escuche. Pero ella estalla: está cansada de que otros decidan por ella. Cuando él admite que el dolor de María también es suyo, algo en ella vacila, aunque consigue escapar antes de que las lágrimas la traicionen. Samuel entiende entonces que ayudarla no será proteger… sino dar un paso atrás.
En el antiguo despacho de Pía, Teresa sostiene la carta de Cristóbal con manos temblorosas. El médico quiere que sea ella quien dirija la casa. Y aunque Teresa se siente honrada, también teme no estar a la altura. Pía la encuentra leyendo la carta y, lejos de mostrarse celosa, le ofrece un apoyo inesperado: ella ya no puede llevar ese cargo, sus heridas siguen abiertas. Pero Teresa sí puede. Teresa merece hacerlo. Y debe aceptar, no por Cristóbal, sino por todos los que aún sostienen la casa desde la sombra.
En otra ala, Adriano analiza las cartas de Catalina, que debería haber sido un consuelo… pero algo no encaja. Jacobo intenta convencerlo de que las acepte como una despedida, pero Adriano detecta la trampa: Catalina jamás habría escrito así. Comienza a presionar a Jacobo, quien recuerda que Lorenzo fue quien le entregó el paquete. Martina, que escucha desde la puerta, entiende que ya no puede callar más.

El salón principal resplandece para el aniversario, pero la tormenta se agazapa bajo cada candelabro. Beltrán se siente un impostor en su propio traje. Ángela evita la mirada de Curro, que vigila desde la distancia. Teresa cumple su labor con firmeza. Pía la observa con un orgullo redimido. Jacobo suda frío. Y Lorenzo camina entre los invitados como si la noche le perteneciera.
Hasta que Alonso levanta la copa y rompe el guion.
Agradece la lealtad de quienes han sostenido la casa… y luego anuncia que es momento de dejar de ocultar lo que duele. Señala a Jacobo. Le exige decir, delante de todos, quién le dio las cartas de Catalina. El silencio muerde. Jacobo busca en Lorenzo una salida, pero solo recibe una mirada glacial. Martina lo anima en un susurro: ahora o nunca. Y Jacobo rompe: fue Lorenzo quien se las dio, fue Lorenzo quien quiso influir en Adriano. La sala queda congelada.
Lorenzo intenta defenderse, pero la mentira le tiembla en los labios. Adriano se adelanta, sosteniendo una carta, acusándolo de manipular la memoria de Catalina. El capitán alega que solo quería protegerlo. Adriano replica que lo único que buscaba era protegerse a sí mismo… y quizá también a Leocadia.
Las miradas vuelan hacia ella. La tensión amenaza con partir el mármol. Hasta que Ángela, temblando, se pone de pie.
—¡Basta! —grita, como si todas las costuras del palacio se rompieran al mismo tiempo…
Y la noche de verdad comienza.