LA PROMESA: Curro DESMASCARA a Leocadia en el JUICIO con 1 DETALLE MÉDICO y TODO EXPLOTA!
El regreso que hará temblar a La Promesa: Margarita Yopis vuelve para ajustar cuentas
Lo que parecía una conversación inocente entre Martina y Alonso sobre el estado de Margarita Yopis, pronto se revela como la apertura de una tormenta que amenaza con arrasar cada rincón del palacio. Martina, con esa sonrisa que mezcla nostalgia y desasosiego, reconoce que su madre está bien, sí, pero también añade que la nota ansiosa por volver a España, como si algo la estuviera llamando desde la distancia. Y Alonso, encantado con la posibilidad, lanza una frase que resuena como un presagio: “A ver si es verdad y nos visitas pronto.” Ninguno imagina que ese deseo está a punto de cumplirse… ni lo que ello desencadenará.
Porque este no es otro anuncio más sobre el retorno de Margarita Yopis. Eso ya lo sabíamos. Lo que viene ahora es otra cosa: un regreso cargado de intención, de heridas abiertas, de silencios por romper y, sobre todo, de una verdad que sacará brillo a las máscaras de quienes llevan demasiado tiempo escondidos detrás de sus apariencias. Y entre todos ellos, una figura tiembla solo con imaginarlo: Leocadia de Figueroa, la gran señora del orden, las normas y las amenazas, la misma que lleva años manejando los hilos de la casa como si fueran de su propiedad.
Pero antes de adentrarnos en la tormenta que está por venir, conviene recordar de dónde partió todo. Margarita Yopis no se marchó huyendo de un matrimonio impuesto ni víctima de una traición familiar. No. Ella eligió casarse con el conde Ignacio de Ayala, conocido —al menos por quienes no le temen al ridículo— como el conde tieso: un hombre arrogante, de modales pulidos y bolsillos famélicos. Un vividor de esos que saben qué palabras decir para impresionar y a qué mujeres acercarse para sobrevivir. Y cuando descubrió que Margarita poseía una cuarta parte de La Promesa —una propiedad ganada años atrás en una timba de póker que aún hace historia en los salones de Luján— sus ojos brillaron como si hubiera encontrado un tesoro enterrado.
Pero Margarita nunca fue ingenua. Lo observó, lo midió y lo desenmascaró antes de que él pudiera destruir su fortuna… o su vida. Y así, con la misma elegancia con la que vence en una partida de cartas, tomó un barco rumbo a Canadá, dispuesta a empezar de cero, a respirar un aire nuevo, a alejarse de un matrimonio que ya estaba condenado desde el primer saludo. Lo que nadie entendió —ni los guionistas, ni los espectadores, ni la pobre Martina— fue cómo una madre pudo marcharse así, sin despedirse, sin dejar un abrazo ni una mirada atrás. Pero hay heridas tan profundas que solo pueden comprenderse cuando las palabras no bastan.
Desde entonces, Canadá se convirtió en el refugio perfecto para Margarita. Allí encontró un mundo que la trató como igual: tertulias literarias, mujeres que no pedían permiso para existir, un clima duro que forjó aún más su carácter y una vida donde nadie la juzgaba por sus decisiones. Entre Montreal y Quebec crió a sus otros hijos, los hermanos de Martina, mientras enviaba cartas que cruzaban océanos enteros cargadas de nostalgia y, quizá, de culpa. Y aunque pareciera haber cerrado su capítulo en La Promesa, el destino tenía otros planes. Porque ahora vuelve. Sí, vuelve. Y ese regreso no es casual ni impulsivo: es un retorno cargado de razones que aún están por desvelarse.
Para entender lo que implica este viaje, hay que imaginarla ya en cubierta, apoyada en la barandilla de un transatlántico blanco y dorado, observando el océano con esa mezcla de determinación y melancolía que solo tienen las mujeres que han sobrevivido a la vida. A principios del siglo XX, cruzar el Atlántico no era un simple viaje: era una apuesta, un acto de fe. Los barcos de la Alan Line o la Kurant Line eran palacios flotantes que unían Canadá con España. En primera clase, el lujo brillaba como los collares de perlas: camareros personales, cubertería de plata, salones con lámparas que imitaban la luz del sol. Y allí, en ese mundo de elegancia fría, viajaba Margarita, segura y afilada como un diamante pulido.
Mientras, en tercera clase, los emigrantes se apretujaban en literas de paja, soñando con empezar una vida mejor a miles de kilómetros del hogar. Dos mundos separados por una cubierta, pero unidos por el mismo océano. Y entre ambos, Margarita Yopis, decidida una vez más a atravesar la vida sin miedo.
El barco, probablemente, tocará puerto en Cádiz, lo más cercano a Córdoba y al Valle de los Pedroches. Y cuando sus zapatos pisen tierra andaluza, será como si una grieta se abriera silenciosamente bajo los pies de todo Luján. Porque Margarita no vuelve a visitar, ni a saludar, ni a pasar unas semanas. Vuelve para quedarse. Vuelve para recuperar lo que es suyo. Vuelve para enfrentarse a lo que dejó atrás.
Y sí, eso incluye a Leocadia.
Porque si hay alguien que puede resquebrajar el pequeño imperio de control que Leocadia ha construido en la casa, es ella: la cuñada que nunca se dejó doblegar, la mujer que no agacha la cabeza ante nadie, la única que conoce los secretos que aún no se han contado.
Su llegada será un terremoto. Un choque de titanes. Una guerra silenciosa donde cada gesto contará.
Pero también será un reencuentro. Una posibilidad de reconstruir lo que dejó roto, especialmente con Martina, que a pesar de los años todavía espera a su madre como quien espera el verano después de un invierno demasiado largo.
Y si Ignacio de Ayala —el conde tieso— está al acecho desde algún rincón oscuro del mundo, mejor que se prepare. Porque la mujer a la que quiso desplumar regresa convertida en una fuerza imparable: más sabia, más libre, más peligrosa que nunca.