LA PROMESA..LAS MIRADAS SE BAJAN Y EL SECRETO QUE TODOS TEMÍAN FINALMENTE SE REVELA!

La mañana había comenzado, como tantas otras, en el palacio con un aire frío que presagiaba un día largo y difícil.

Sin embargo, para Petra, la gobernanta de la casa, la sensación de frío no provenía solo de la temperatura matutina. La verdadera frialdad emanaba del tono seco y autoritario de Cristóbal, el mayordomo, cuando le había ordenado presentarse en su despacho. No era una invitación ni una cortesía: era una citación que pesaba sobre sus hombros como una sentencia anticipada.

A medida que caminaba por los largos pasillos silenciosos, cuyas piedras y muros conocía mejor que sus propias manos, Petra sentía el peso de treinta años de leal servicio. Tres décadas durante las cuales había sido testigo de secretos que nacían, intrigas que crecían y verdades que morían bajo el manto de la apariencia. Cada rincón del palacio estaba impregnado de historias que solo ella conocía, y cada paso la acercaba a un enfrentamiento que había intuido durante tiempo, pero que nunca había imaginado tan cercano.

El despacho de Cristóbal era un santuario de autoridad, un espacio donde el poder y el orden se manifestaban en cada objeto. El olor a cera de muebles antiguos y el perfume sutil del papel envejecido daban al lugar un aire de solemnidad que oprimía. Cuando Petra entró, él no levantó la mirada, un gesto calculado para afirmar su superioridad y recordarle que allí no había cabida para objeciones. Sus dedos tamborileaban con impaciencia sobre una pila de documentos, marcando un ritmo frío y mecánico en medio del silencio cargado de tensión.

“Cierra la puerta, por favor”, murmuró con voz plana, sin emoción. Petra obedeció, y el clic seco de la puerta resonó como un sello sobre su destino. Permaneció erguida, con la espalda recta y la cabeza alta, convertida en una estatua de dignidad que esperaba la sentencia. Cuando Cristóbal finalmente levantó la mirada, ella no encontró ni arrepentimiento ni empatía: solo la fría ejecución de un deber impuesto.

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“Tienes hasta mañana por la noche para abandonar el palacio. Estás despedida”, dijo él. Las palabras cayeron sobre Petra como piedras que golpean un pozo profundo. Por un instante, sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies, pero no vaciló en su postura. Fueron sus ojos los que traicionaron la tormenta interna, encendiéndose con la indignación que había contenido durante demasiado tiempo.

“Treinta años…” susurró, con voz quebrada pero feroz. “Treinta años de mi vida dedicados a esta casa, Cristóbal. ¿Y crees que puedo simplemente salir por esa puerta como un mueble viejo, un objeto roto para desechar? Es grotesco.”

Cristóbal desvió la mirada, incapaz de sostener la llama de orgullo herido que veía en ella. “Son órdenes del palacio”, respondió con la voz débil, escondiéndose detrás de una fórmula vacía y burocrática.

“¿Órdenes de quién?” insistió Petra, acercándose un paso más, invadiendo el espacio que él consideraba sagrado. La tensión creció hasta cortar el aire. “Ciertamente no del marqués. Alonso nunca me haría algo así.”

Cristóbal respiró hondo, como si el aire mismo se hubiera vuelto pesado. La verdad salió de sus labios con una frialdad inesperada: “Fue una decisión expresa de Leocadia.” El nombre cayó entre ellos como un veneno silencioso. Petra dejó escapar una risa amarga, desprovista de alegría: “Ah, ya veo. Es eso. Quiere borrarme de la historia de esta casa, y tú lo permites.”

“No, Cristóbal”, replicó con voz firme, apoyando las manos en el escritorio e inclinándose hacia él. “Tú te escondes detrás de órdenes. Yo he construido este lugar con mis manos. Conozco cada grieta en los muros, cada secreto susurrado en los pasillos, cada historia enterrada bajo las alfombras. Y por eso ella me quiere fuera: porque soy la memoria viva de esta familia, y la memoria no se despide.”

Cristóbal se levantó de golpe, con las manos plantadas sobre el escritorio como si buscara un ancla. “No me pongas en su contra. Debo preservar mi posición.”

“Y yo, mi dignidad”, replicó Petra. “No saldré de aquí como una ladrona, ni como un objeto de desecho.” Él le empujó un sobre con la carta de despido y las firmas oficiales, pero Petra ni siquiera lo tocó. “No acepto ser despedida por alguien que apenas conoce el alma de estos muros. Quiero que sea el marqués quien me diga que ya no soy necesaria.”

Cristóbal intentó argumentar: “Alonso está bajo presión. Tiene problemas más grandes…”

“Que afronte también este”, interrumpió ella. Porque si hay algo que Leocadia teme más que perder el poder, es lo que Petra sabe. La insinuación flotó en el aire. El miedo apareció en los ojos de Cristóbal: Petra lo había acorralado sin mover un dedo, solo con la verdad.

Salió del despacho con la cabeza alta, mientras la noticia se extendía silenciosa entre la servidumbre. En la cocina, Candela apenas pudo sostener el cucharón: “¿Es verdad que se va usted?” “Es lo que querrían”, respondió Petra con calma, escondiendo la tormenta interna. “Pero nadie es dueño de mi destino, excepto yo misma.”

López se acercó preocupado. “Nunca imaginé este lugar sin usted.”

“Tendrán que imaginarlo si depende de Leocadia. Pero todavía tengo mucho que hacer antes de que alguien me eche”, respondió Petra, con determinación.

Más tarde, María la detuvo en el pasillo, con los ojos llenos de preguntas. “Lucharé por lo que es justo”, le dijo Petra. “Mientras la verdad sea mi aliada, nadie podrá derribarme.” Y así comenzó el enfrentamiento inevitable.

Leocadia apareció, arrogante y pomposa. “Quiero las llaves para mañana. Recuerda que ya no vives aquí.”

“Cuando sea el marqués quien me las pida, se las entregaré”, respondió Petra, firme. Leocadia entrecerró los ojos: “Estás jugando con fuego.”

“No soy ceniza”, replicó Petra, exasperando la ira de la otra.

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Cristóbal apareció al fondo del pasillo, nervioso, para anunciar que el marqués la requería con urgencia. Mientras Leocadia se alejaba, Petra murmuró: “La verdad siempre está más cerca de lo que imaginamos. Solo hace falta alguien con valor para sacarla a la luz.” Esto no era rendición, era declaración de guerra.

En su santuario personal, Petra buscó las armas que le darían fuerza: cartas amarillentas, un frasco envuelto en un paño, reliquias de un pasado que nunca había sido enterrado. Allí, en la penumbra de las bodegas, respiró hondo y transformó la rabia en estrategia.

El ajuste de cuentas con Cristóbal se produjo en la despensa. Petra lo confrontó con pruebas irrefutables: cartas, frascos, recibos. Por primera vez vio miedo en los ojos de Cristóbal. La verdad, finalmente, estaba a punto de salir a la luz.

Al amanecer, Petra reveló todo a Pía y Manuel: el intento de asesinato de Hann, orquestado por Leocadia y ejecutado por Cristóbal. Durante la cena, colocó las pruebas ante Alonso, el marqués, exponiendo la trama de la crema envenenada. Cristóbal confesó, Manuel explotó de rabia, Leocadia intentó escapar de su destino. Pero Petra, serena, afirmó: “Cada uno responderá por sus actos.”

El palacio finalmente respiró justicia. Petra había triunfado, y la historia de la traición y la memoria recuperada se convirtió en un ejemplo de coraje y determinación.