LA PROMESA – URGENTE: Los BEBÉS de Catalina DESAPARECEN del PALACIO y Adriano DESMAYA al ver la cuna
Spoiler: “El amanecer de la tragedia — Los gemelos desaparecen y el destino de La Promesa cambia para siempre”
El día comienza en La Promesa con una calma engañosa. Los primeros rayos de sol acarician los pasillos dorados del palacio mientras Pía Adarre, con su eficiencia y serenidad habitual, se encarga de que todo marche como un reloj suizo. Nadie imagina que en cuestión de minutos, la rutina se transformará en un infierno. Pía, con su lista de tareas en mano, revisa cada detalle, ajena a la sombra que se cierne sobre la casa. Su instinto, afinado tras años de servicio, le susurra que algo no está bien. Y no se equivoca.
María Fernández, ya muy avanzada en su embarazo, sube las escaleras con una bandeja de desayuno destinada al ala infantil. A pesar de las advertencias de Samuel, su marido, sigue trabajando, decidida a no ceder ante la fragilidad. Sin embargo, al acercarse al pasillo de los niños, un escalofrío la detiene. Algo en el ambiente está fuera de lugar: el silencio absoluto. Los bebés de Catalina siempre se despiertan a esa hora con risas y balbuceos, pero hoy solo hay un silencio que corta el aire.
María empuja la puerta del cuarto infantil y el mundo se derrumba ante sus ojos: las cunas están vacías. Las mantas desordenadas son la única huella de los gemelos. El sonido del metal de la bandeja cayendo al suelo resuena como un trueno en el palacio. Su grito, desgarrador, despierta a toda La Promesa.
Desde el piso inferior, Pía escucha ese alarido y siente que la sangre se le hiela. Corre escaleras arriba, encuentra a María pálida, temblando, señalando hacia el interior del cuarto. Cuando entra, su rostro habitualmente sereno se transforma en un reflejo del horror. Las cunas están vacías, las ventanas cerradas, ningún signo de lucha. El responsable sabe exactamente lo que hace. Pía, con voz firme, ordena contener el pánico: hay que actuar rápido. Manda buscar a Vera y Lope, ordena cerrar las puertas, registrar cada habitación y mantener el asunto en secreto hasta hablar con don Alonso.
Pero los secretos duran poco en La Promesa. El rumor se propaga como fuego. Los sirvientes se persignan, los mozos dejan sus tareas, las doncellas lloran. María, deshecha por la culpa, se derrumba entre sollozos. Samuel corre hacia ella, la abraza y promete que encontrarán a los niños.
Pía, con el corazón encogido, se dirige al despacho de Alonso Luján. Su rostro lo dice todo. Cuando pronuncia las palabras fatales —“los gemelos de Catalina han desaparecido”—, el patriarca se levanta de golpe, el horror pintado en su cara. Ordena cerrar el palacio, nadie entra ni sale. Quiere respuestas y las quiere ya. Pía confirma que no hubo violencia, que las cunas estaban intactas. Alonso, aunque destrozado, se aferra a la mínima esperanza de que los niños sigan vivos.
Manuel, el tío de los pequeños, recibe la noticia como un golpe en el alma. La culpa lo consume: no pudo proteger ni a su hermana ni a sus sobrinos. Alonso lo sostiene por el hombro, instándolo a mantener la calma y actuar. Mientras tanto, Samuel Pelayo se ofrece para dirigir la búsqueda exterior. Alonso, pese a sus recelos hacia él, acepta. La presión es insoportable. La Promesa entera se moviliza: criados, mozos, jardineros, todos buscan sin descanso.
Pero no hay rastro. Los gemelos parecen haberse desvanecido. Entonces, un carruaje llega a toda prisa: Adriano, el padre de los niños y antiguo amor de Catalina, irrumpe en el palacio. Ha recibido una nota anónima avisándole de la desaparición. Entra como una tormenta, exigiendo respuestas. Su confrontación con Alonso es brutal: acusa a la familia Luján de haber empujado a Catalina al borde, de haber provocado todo esto. Alonso responde con frialdad, defendiendo a los suyos, pero en el fondo sabe que hay algo de verdad.
La tensión se desborda hasta que Pía, siempre la voz de la razón, interviene. Les recuerda que no hay tiempo para culpas: deben centrarse en encontrar a los niños. Adriano, destrozado, pide ver la habitación de sus hijos. Cuando entra y ve las cunas vacías, su corazón se quiebra. Toma el pequeño osito de peluche de uno de los gemelos, lo acerca a su rostro buscando el aroma de su hijo y se derrumba. Se desmaya entre los brazos de Manuel. Cuando recobra la conciencia, la realidad lo golpea de nuevo: sus hijos han desaparecido.
Entre lágrimas, exige saber dónde está Catalina. Pero nadie lo sabe. Ella desapareció sin dejar rastro, sin nota ni explicación. Adriano siente que el mundo se le derrumba por completo. Ha perdido a la mujer que ama y ahora también a sus hijos.
En otro punto del palacio, Leocadia de la Mata recibe la noticia con una serenidad que resulta perturbadora. Mientras todos se consumen en el pánico, ella toma su té con elegancia y lanza comentarios venenosos disfrazados de preocupación: insinúa que tal vez los niños estén mejor lejos de una madre irresponsable y una familia disfuncional. Sus palabras, llenas de veneno, hielan la sangre de Curro y Ángela, que intercambian miradas de sospecha. Ambos sienten lo mismo: Leocadia sabe algo.
Cuando Alonso entra en el salón y escucha sus insinuaciones, su furia se desata. Le ordena callar o aportar algo útil. Ella se disculpa con fingida cortesía y se retira, dejando tras de sí una atmósfera enrarecida. Curro, indignado, se acerca a Manuel y le habla de su padrastro, Lorenzo de la Mata: un hombre peligroso, manipulador, capaz de cualquier cosa. Cree que él podría estar detrás del secuestro.
Sus sospechas se refuerzan cuando Samuel regresa con un testimonio alarmante: varios trabajadores vieron a Lorenzo hablando con desconocidos cerca del palacio días antes. Reuniones sospechosas, intercambio de sobres, comportamientos furtivos. Cuando deciden confrontarlo, descubren que Lorenzo ha desaparecido. Su habitación está vacía, su cama sin deshacer. Nadie lo ha visto desde la noche anterior. La coincidencia es demasiado inquietante.

La paranoia se apodera de La Promesa. Todos desconfían de todos. Los rumores se multiplican: algunos hablan de secuestro por dinero, otros de venganza o incluso de una maldición sobre la familia Luján. Pero todos comparten la misma angustia: ¿dónde están los gemelos?
Entonces, Lope encuentra una pista decisiva: entre los arbustos, un trozo de papel doblado. El mensaje, escrito con letra disfrazada, dice que los niños están seguros, lejos de quien podría hacerles daño, y termina con una frase devastadora:
“Catalina sabe lo que es mejor para ellos.”
El descubrimiento sacude los cimientos de la investigación. Alonso, Manuel y Pía leen la nota una y otra vez. Todo apunta a que Catalina podría estar implicada. ¿Se llevó a sus hijos para protegerlos? ¿O alguien usa su nombre para confundirlos?
Manuel, dividido entre la incredulidad y el amor por su hermana, comprende que Catalina sería capaz de todo por proteger a sus hijos. Alonso ordena intensificar la búsqueda. Catalina debe ser localizada. Pero nadie sabe dónde está.
Cuando Adriano lee la nota, su corazón se desgarra. La idea de que sus hijos estén con Catalina le da un rayo de esperanza, pero también una punzada de traición. Si ella se los llevó sin decirle nada, si lo excluyó de su destino, ¿cómo perdonarla?
Entre el dolor, la ira y la desesperación, Adriano enfrenta a Alonso, culpando a la familia Luján por todo. Las acusaciones vuelan, las emociones estallan, hasta que Pía, una vez más, impone el orden. Con tono firme pero compasivo, los obliga a mirar más allá del caos: lo único que importa ahora es traer de vuelta a los gemelos.
Y así, bajo la luz engañosa de un nuevo amanecer, La Promesa se convierte en un laberinto de secretos, sospechas y culpas. Nadie confía en nadie, y todos saben que lo que está por venir cambiará para siempre el destino del palacio y de todos sus habitantes.