Sueños de libertad (Capítulo 425) Tienes razón, mi padre, estamos malditos,
“¿Por qué tienen que pasar tantas desgracias en esta familia?” – Un capítulo lleno de miedo, amor y despedidas en Sueños de libertad
La tragedia parece no dar tregua a la familia de los De la Reina, y este episodio nos sumerge en una mezcla devastadora de dolor, esperanza y la fuerza silenciosa del amor familiar. Desde el primer minuto, el aire se siente pesado, cargado de incertidumbre. Marta, con los ojos enrojecidos y la voz rota, se desahoga ante su padre: “¿Por qué tienen que pasar tantas desgracias en esta familia? Estamos malditos”. Sus palabras, llenas de desesperación, atraviesan el corazón de todos. Damián intenta consolarla, negando esa idea de maldición, pero hasta su rostro refleja el cansancio de quien ha visto demasiadas pérdidas. Frente a ellos, en una cama del hospital, yace Andrés, aún inconsciente, suspendido entre la vida y la muerte.
Marta, temblando, confiesa su miedo: teme que su hermano despierte con secuelas irreversibles. La angustia se apodera de la habitación. Damián, intentando mantener la esperanza, responde con una voz quebrada: “Andrés es fuerte. Tiene toda la vida por delante”. Pero en el fondo, ambos saben que esa frase es más una súplica que una certeza. La música de fondo suaviza el silencio, subrayando el dolor contenido de una familia que parece vivir atrapada en un ciclo de desgracias.
En medio de esa tensión, el padre le pregunta con ternura: “¿Y tú cómo estás, hija?”. Marta no puede evitar romperse: “Destrozada. Doblemente destrozada”. No solo por la situación de Andrés, sino también por la ausencia de Fina, su gran confidente. “Era mi apoyo, con quien me desahogaba”, dice entre lágrimas. La ausencia de esa amiga en momentos tan duros es un vacío imposible de llenar. Damián intenta recordarle que no está sola, que tiene un buen marido que la ama y la sostiene, pero Marta apenas logra sonreír. El peso del dolor la hunde.

La conversación se torna más íntima cuando ella confiesa que siempre sintió que debía proteger a su hermano menor, aunque en realidad él fue quien siempre la sostuvo. “Él era mi fuerza, mi refugio, el único que nunca me juzgó.” Los recuerdos de su infancia, de juegos y risas compartidas, se mezclan con el miedo actual de perderlo. La escena se tiñe de nostalgia y ternura.
De pronto, el milagro ocurre. Marta, entre sollozos, nota algo: “Mira su mano… ¡Está moviendo el dedo!”. Su voz se quiebra entre la incredulidad y la esperanza. Llama a la enfermera con urgencia, mientras su padre la abraza sin poder contener las lágrimas. Andrés parece reaccionar. Un soplo de vida ilumina la escena, rompiendo la oscuridad de la tristeza. La música se eleva con un tono esperanzador, como si el alma de la familia volviera a respirar por primera vez en días.
Pero la calma no dura. En otro rincón de la casa, la tensión vuelve a crecer. Begoña, que había tratado de mostrarse fuerte, de pronto se lleva una mano al vientre, retorciéndose de dolor. Digna, que está con ella, reacciona de inmediato. “¿Qué te pasa, hija? Siéntate, siéntate.” Su tono mezcla miedo y ternura. Begoña, intentando no alarmarla, finge que no es nada grave: “Ya está, fue solo un pinchazo”. Pero su rostro pálido la delata. Digna insiste, preocupada, notando que algo no va bien. “Estás muy blanca, hija mía.”
Begoña intenta levantarse, decidida a seguir con sus cosas, pero en cuanto da un paso, Digna se da cuenta de algo terrible. “¡Hija, estás sangrando!” grita, con la voz rota por el pánico. El suelo parece desaparecer bajo sus pies. La cámara se detiene en la expresión de Begoña: una mezcla de dolor físico y resignación. Ella sabe lo que está pasando. “Llama a Luz”, ordena Digna con voz temblorosa. “Ahora mismo. No hace falta que le expliques nada.”
Digna, con las manos temblando, marca el número. “Luz, por favor, ven enseguida. Begoña no se encuentra bien.” La música sube de intensidad, el reloj parece detenerse. En ese momento, la fragilidad de Begoña se hace más evidente que nunca. Intenta mantener la calma, pero su respiración entrecortada revela que teme lo peor. Digna la sostiene, luchando contra las lágrimas, intentando transmitirle fuerza. “Tranquila, hija, ya viene ayuda.” Es una escena de amor maternal puro, donde las palabras sobran y el miedo se vuelve tangible.
El espectador entiende entonces que lo que vive Begoña no es solo un malestar pasajero, sino algo más profundo, quizá una complicación médica grave relacionada con su embarazo. Aun así, su primera reacción no es pensar en sí misma, sino en los demás, en no preocupar a nadie. Ese instinto de proteger incluso cuando su propio cuerpo grita dolor es el reflejo más claro de su carácter.
Mientras Luz corre hacia la casa, Digna no se separa de Begoña ni un segundo. La abraza, la cubre con una manta, le acaricia el cabello. “Aguanta, hija, aguanta.” La cámara muestra los segundos más eternos de la escena, en los que el silencio se mezcla con la respiración entrecortada y el sonido tenue del reloj marcando la urgencia.
En otra parte del capítulo, el tono cambia. Carmen y Claudia protagonizan una escena íntima, pero no menos dolorosa. Acabamos de ver la angustia física de Begoña, y ahora presenciamos la herida emocional de Claudia. Sentada en el sofá, con la mirada perdida, acaba de terminar su relación con Raúl, el hombre al que ama. Carmen, su amiga, la abraza con ternura. “Ay, Claudita, qué pena. Con lo buena pareja que hacíais.” Su voz suena dulce, pero también resignada.
Claudia intenta sonreír, evitando romper en llanto. “Por favor, Carmen, déjalo, que si me sigues tocando el maquillaje, me pongo a llorar.” Con ese humor forzado, intenta conservar algo de dignidad, aunque el dolor le quema por dentro. Carmen baja la voz, tratando de darle fuerza: “Al fin y al cabo, la decisión fue tuya”. Claudia asiente con serenidad: “No se puede vivir con miedo”.
Explica que no dejó a Raúl por falta de amor, sino porque no soportaba la angustia de verlo arriesgar su vida cada día. “No quiero pasar el resto de mi vida temiendo perderlo.” Su madurez impresiona, y Carmen, conmovida, le responde: “Has hecho lo mejor para los dos.” Aun así, el silencio que sigue lo dice todo: la decisión correcta no siempre es la que menos duele.

Carmen, intentando aliviar la tensión, bromea: “Mira, yo por lo menos gano tenerte aquí conmigo”. Claudia sonríe débilmente. Pero cuando su amiga sugiere que tal vez, en el futuro, el destino los vuelva a unir, Claudia es tajante: “No, Carmen. Si lo he dejado, tengo que olvidarlo.” Su voz se quiebra. La determinación se mezcla con tristeza.
Carmen intenta mantener el ánimo: “Como triunfe el suyo, vamos a tener que verlo en los periódicos todos los días.” Y Claudia, con una mueca de dolor, responde: “Claro que lo he pensado. Siempre habrá algo que me recuerde lo que perdí.” Es una frase que retrata a la perfección el amor resignado: ese que sigue vivo, pero que ya no tiene lugar.
La escena termina con ambas mujeres abrazadas, en silencio. No hay lágrimas, solo comprensión. Carmen no dice nada más, porque sabe que a veces el mejor consuelo es simplemente estar.
Así, este episodio de Sueños de libertad se convierte en un mosaico de emociones humanas: el miedo ante la enfermedad, la fortaleza del amor fraternal, la desesperación ante la pérdida y la valentía de amar desde la distancia. Entre lágrimas, promesas y silencios, los personajes muestran que incluso en medio de las desgracias, siempre hay algo que los mantiene en pie: la esperanza.
Porque aunque la familia De la Reina parezca maldita, cada uno de ellos demuestra que el amor —ya sea de hermanos, amigas o madres— sigue siendo la única fuerza capaz de desafiar a la tragedia. Y en ese gesto final, cuando Marta ve moverse el dedo de Andrés y susurra “Está vivo”, entendemos que incluso las familias marcadas por la desgracia merecen un pequeño milagro.