Sueños de libertad (Capítulo 426) Marta, llévate a María a casa. Soy su mujer, acaba de despertar.

🔥 SPOILER: “El precio de la traición y el despertar de un nuevo destino” 🔥

El amanecer llega cubierto de nubes sobre Toledo, y la mansión de los De la Reina se siente como un campo de ruinas emocionales. Damián, derrotado pero aún en pie, camina por los pasillos con la mirada perdida. El eco de las discusiones resuena en su cabeza: los gritos de su hija, las acusaciones, la impotencia de ver cómo el legado familiar se ha escapado entre sus manos. La perfumera, su vida entera, ya no les pertenece. Los italianos de Masina han tomado el control, y con ellos, una nueva era se alza sobre las cenizas del orgullo.

“Lo hicimos por el futuro de Julia”, dice Marta, intentando justificar lo que para su padre es una traición imperdonable. Pero él no la escucha. “El futuro de Julia no se compra vendiendo el alma de la familia”, responde con la voz rota. Y entonces el silencio se impone, un silencio que duele más que cualquier palabra. Damián se marcha sin mirar atrás. Sabe que, si se queda un segundo más, podría decir cosas de las que se arrepentiría.

En el hospital, el ambiente no es menos tenso. María apenas ha dormido, sentada junto a la cama de Andrés, esperando una señal, un movimiento, un milagro. Cuando finalmente sus dedos se agitan, ella siente que el mundo se detiene. Corre a llamar al médico, pero los especialistas son fríos: “Puede ser un reflejo”. Sin embargo, María no se rinde. Sabe que lo que ha visto es real. Sabe que Andrés lucha por volver. “Estoy aquí, mi amor”, le susurra, tomándole la mano con fuerza. “No voy a dejar que te arrebaten la vida otra vez.”

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Mientras tanto, en otro extremo del pasillo, Begoña entra en la habitación, acompañada de su padre. Quiere ver a su hijo, sentir su piel, convencerse de que el milagro existe. “Hijo, ¿cómo te encuentras?”, le pregunta con ternura. Andrés, aún débil, murmura un leve “mejor”, apenas audible. Pero el momento se rompe con la llegada de Marta. “María necesita descansar, debería irse a casa.” Begoña asiente. No quiere testigos en esta conversación. “Quiero estar a solas con mi hijo”, exige con una mezcla de autoridad y amor. María protesta, pero al final obedece, llevándose consigo el peso de todas las culpas del pasado.

En cuanto la puerta se cierra, Begoña acaricia el rostro de Andrés. “Ya ha pasado lo peor”, le dice con lágrimas en los ojos. “Estás aquí con nosotros, y eso es lo único que importa.” Pero en el fondo sabe que no todo ha pasado. Que lo más difícil está por venir.

Mientras tanto, en la mansión, Gabriel contempla la ciudad desde la ventana de su despacho. En su copa, el brandy tiembla igual que su pulso contenido. Ha estado a punto de matar a Andrés, a un segundo de eliminar su mayor obstáculo, pero María lo detuvo. “No lo hizo por suerte”, piensa, “lo hizo por amor.” Y esa palabra —amor— lo consume. No puede soportar que ella sienta por otro lo que nunca sintió por él. Su mente es un hervidero de estrategias. No puede permitirse perder. No después de haber llegado tan lejos. “Si no puedo tenerla, destruiré todo lo que ama”, murmura antes de beber un trago largo.

En la colonia obrera, las cosas también arden. Claudia se ha convertido, sin pretenderlo, en el rostro de la esperanza. Junto a Gaspar, organiza reuniones secretas para transformar la fábrica en una cooperativa. “No dejaremos que nos roben lo que construimos con nuestras manos”, exclama con el fuego de quien ha perdido todo menos la dignidad. El comedor de la fábrica vibra de entusiasmo. Por primera vez en mucho tiempo, los trabajadores sienten que pueden luchar por su destino.

Tasio, en cambio, observa todo desde la distancia, con el alma en carne viva. Antes era el líder natural, el hombre fuerte del taller. Ahora se siente desplazado, sustituido por David, ese capataz nuevo que todos parecen admirar. “No puedes seguir así”, le dice Carmen, intentando acercarse. “Tu orgullo te está dejando solo.” Pero él se encierra en su silencio. “Solo nací, solo moriré”, responde con amargura. Y aunque sus palabras suenan firmes, sus ojos lo delatan. Está al borde del abismo.

De regreso en la mansión, Begoña vive su propio infierno. Las náuseas, el cansancio y los cambios en su cuerpo son imposibles de ocultar. Su embarazo, fruto de una pasión prohibida y de un dolor que aún no se ha cerrado, empieza a notarse. Manuela, su confidente, lo percibe enseguida. “Te noto distinta”, le dice una tarde mientras comparten té. “Cansada, hinchada… ¿te pasa algo?” Begoña finge sonreír. “Es solo estrés”, miente. Pero la mirada de Manuela, inquisitiva, no se aparta. Sabe que hay algo más, y ese algo podría cambiarlo todo.

Esa noche, Begoña no logra dormir. Se levanta, se mira al espejo y apoya una mano en su vientre. “¿Qué voy a hacer contigo, mi pequeño?”, susurra entre lágrimas. “¿Qué mundo te espera?” La culpa la ahoga. No sabe cómo enfrentará la verdad cuando Andrés despierte. ¿Cómo explicarle que está esperando un hijo suyo? ¿Cómo confesar lo que ha callado tanto tiempo? Pero antes de que pueda seguir pensando, la puerta se abre sin previo aviso. Gabriel está allí, apoyado en el marco, su figura proyectando una sombra inquietante sobre la habitación. “Deberías descansar”, dice con voz suave, casi afectuosa. “La familia te necesita en plena forma.”

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Begoña traga saliva. Intenta mantener la compostura. “Estoy bien”, responde con un hilo de voz. Gabriel sonríe, ladeando la cabeza. “No te esfuerces demasiado, Begoña. No queremos que… te pase algo.” Las palabras caen como cuchillos. No es preocupación, es una amenaza velada. Ella lo sabe. Y cuando él se retira, la deja temblando, con la certeza de que su vida —y la de su hijo— penden de un hilo.

En el despacho, Damián bebe en silencio. Frente a él, los documentos de la empresa parecen epitafios. “No pienso entregar mi vida a esos buitres”, gruñe, golpeando la mesa. Marta entra, llorosa. “Papá, no te rindas. No ahora.” Él la mira con ternura y dolor. “No voy a abandonar, aunque me quede sin aliento.” Y en ese instante, un hilo de esperanza vuelve a encenderse. Padre e hija, dos almas heridas, deciden resistir.

De nuevo en el hospital, la lucha continúa. María sigue aferrada a la mano de Andrés, convencida de que puede sentirla. “No dejes que él gane”, le suplica en voz baja. Y de pronto, ocurre: los dedos de Andrés se mueven otra vez. Esta vez, más firme, más claro. María se queda sin aire. “Así que me escuchas…”, susurra con una sonrisa entre lágrimas. “Vas a volver. Y cuando lo hagas, yo estaré aquí.”

A kilómetros de allí, en la fábrica, Gaspar y Claudia logran lo impensable: unir a todo el barrio bajo una misma voz. “La cooperativa es nuestra única salida”, grita Gaspar. “Si luchamos juntos, podremos salvar nuestros empleos.” Los obreros levantan los puños y el eco de ese gesto se convierte en símbolo de esperanza.

Pero mientras el pueblo despierta, la sombra se cierne sobre los poderosos. En el silencio de la noche, Gabriel vuelve a observar la ciudad desde su ventana. Andrés vive. El plan se tambalea. Pero él no se rinde. “La próxima vez no fallaré”, se promete, con una sonrisa oscura.

Y así, entre un corazón que despierta, una familia que se desangra y un pueblo que empieza a rebelarse, se traza el nuevo rumbo de la historia. La Reina ya no es un perfume… sino una guerra. Una donde cada decisión costará más que la vida.