Sueños de libertad (Capítulo 430) ¿Marta perdonará a Digna culpa de María y la muerte de Jesús
💥 SPOILER: “El perfume de la resistencia” 💥
El amanecer trajo consigo un aire denso, casi eléctrico, a la colonia industrial. Lo que parecía una mañana más se convirtió en el inicio de una guerra silenciosa entre pasado, traición y memoria. Todo comenzó con un camión, blanco y brillante, que llevaba estampado el nombre Brosau, símbolo del nuevo poder que llegaba sin pedir permiso. Los trabajadores lo observaron en silencio, sabiendo que aquel rugido de motor no era solo maquinaria: era el sonido del cambio. Francia aterrizaba sobre sus tierras con promesas disfrazadas de modernidad, y lo hacía pisando el alma de quienes habían construido la fábrica con las manos y el sudor.
Gaspar apretó los puños, impotente. Había renunciado a su sueño, a la cooperativa que representaba el orgullo de su gente. A su lado, Claudia intentaba ocultar su miedo bajo una sonrisa quebrada. “No nos rendiremos”, le susurró, mientras el portón se abría con un chirrido que parecía anunciar el fin de una era. Dentro, Marta se preparaba para enfrentar a la misteriosa mujer de perfume caro, Élodie, enviada por Brosau. Su elegancia fría y su voz envenenada dejaron claro que no venía a negociar. “Sus perfumes son hermosos, pero parecen creados por una empresa que ya ha perdido su alma”, dijo, como quien clava un cuchillo envuelto en terciopelo. Marta, con el orgullo intacto, respondió: “Nuestra alma es más fuerte que cualquier crisis”. La francesa arqueó una ceja. “Eso lo decidirán los números. Y los nuestros ya están hechos”. Sobre el mostrador, dejó una tarjeta que sellaba el inicio de una batalla desigual.
Mientras tanto, en la casa de los Robles, Gema lloraba desconsolada. Había perdido su librería, su amor con Mateo, su esperanza. “Me he quedado sin nada”, sollozaba. Pero su amiga le recordó: “Te tienes a ti misma, y eso vale más que todo”. A kilómetros de allí, Don Salvador contemplaba las fotografías de su esposa e hijos. La culpa le oprimía el pecho. “Perdóname, Jesús”, murmuró al retrato de su hijo, consciente de que el pasado que intentó ocultar estaba a punto de reclamarlo. A su lado, María —fuerte, fiel y herida— le puso una mano en el hombro: “No está solo. Andrés lo necesita”.

Y Andrés… despertaba. En una habitación del hospital, Gabriel lo vigilaba, creyendo que su secreto seguía a salvo. Pero cuando Andrés abrió los ojos, algo cambió. Su voz, débil pero cortante, rompió el aire: “Tengo dos alegrías, Gabriel. La primera, que estoy vivo. La segunda… que recuerdo quién quiso matarme”. El color abandonó el rostro de su hermano. María entró justo entonces, presenciando el momento en que la verdad se hizo carne. La tensión se podía oler, tanto como el perfume de traición. Andrés acarició el vientre de María con ternura. “Nuestro hijo merece una casa sin mentiras.” Ella se quebró, sabiendo que esas palabras eran más justas que crueles.
En la fábrica, los nuevos directivos retiraban los retratos antiguos. “Ese cuadro no se toca”, gritó Pelayo al ver cómo descolgaban la imagen de Jesús Robles. El francés respondió con frialdad: “El pasado no rentable se elimina.” Pero Gaspar, firme como un roble, alzó la voz: “Entonces empiecen por intentar eliminarnos a nosotros”. La respuesta fue un desprecio, pero también el nacimiento de algo: la resistencia. Luis, con un frasco grabado con la palabra Libertad, lo levantó como una bandera invisible. “Si se quedan con la fábrica, nosotros nos quedaremos con el alma.” Uno a uno, los obreros colocaron frascos sobre la mesa: su ejército de cristal.
Marta se enfrentó nuevamente a Élodie, quien esta vez dejó caer la máscara: “Soy enviada por Brosau para asegurar que esta marca muera como desean los accionistas”. Marta, con la voz temblando de rabia, preguntó: “¿Por qué tanto empeño en destruirnos?”. Y la respuesta cayó como una maldición: “Porque tu padre destruyó el mío. Es hora de equilibrar la balanza.”
En otro rincón, Don Damián decidió dejar de huir. Con su bastón y la mirada cansada, fue al hospital a enfrentar a su hijo. “He fallado como padre, como líder, como hombre. Pero no volveré a fallar.” Miró a Gabriel con fuego en los ojos: “Y tú pagarás por lo que hiciste.” Gabriel sintió por primera vez el miedo de quien ve acercarse su condena.
Esa misma noche, en los sótanos de la fábrica, Gaspar, Rosa y Luis hallaron una puerta sellada desde la explosión. La abrieron, y el aire que escapó olía a secretos antiguos. Dentro, entre papeles quemados, encontraron un cuaderno con las iniciales J.R. —Jesús Robles. Lo que contenía podía salvarlos… o condenar a todos.
Mientras tanto, Don Salvador, tras escuchar las confesiones de Digna, comprendió por fin lo que nunca quiso ver: Andrés no solo era víctima del pasado, sino también del silencio de los vivos. “Yo no supe protegerlo”, dijo con voz quebrada. Digna, a su lado, murmuró: “Nadie lo hizo”.

En la habitación, María tomó la mano de Andrés. “No me dejes”, suplicó. Él, agotado, respondió con una ternura que lo humanizaba por primera vez: “Estoy aquí, María.” En ese gesto, los muros de su orgullo se derrumbaron. Marta, desde la puerta, observó con un nudo en la garganta. Digna se le acercó. “Tiene suerte”, dijo. “De tener a alguien como ella.” Marta respondió: “María no se rendirá. Y si alguien puede sanar ese corazón, es ella.”
El amanecer llegó con un golpe seco en la puerta principal. Tres hombres trajeados, rostros nuevos pero intenciones viejas, se presentaron con una tarjeta. “Delegación francesa”, anunció uno. “Buscamos al señor Salvador. Uno de los directivos del acuerdo con Brosau ha desaparecido. Y su última ubicación fue aquí.” Digna palideció. Ese nombre que creía enterrado volvía a resurgir: Jesús.
“Fuera de mi casa”, exigió Salvador, pero ellos no se movieron. “Todo secreto tiene un precio”, advirtió el hombre antes de marcharse.
En el hospital, María lo escuchó todo. “Están aquí por Jesús, ¿verdad?”, preguntó a Andrés. Él asintió. “Esto solo es el principio. No vienen a preguntar, vienen a destruir.” Pero ella, con una valentía que nacía del amor, respondió: “Entonces que lo intenten. Esta vez nos van a encontrar de frente.”
Y desde el pasillo, Digna escuchó. Algo dentro de ella cambió. “Ya no más”, murmuró. “Ni culpa, ni silencio. Ha llegado la hora de contar toda la verdad.”
Porque el verdadero enemigo no era una empresa, ni un apellido, ni siquiera un fantasma del pasado. El enemigo tenía rostro humano y poder suficiente para borrar familias enteras. Pero en esa casa, bajo ese amanecer que prometía guerra, había algo más fuerte que el miedo: la decisión de no volver a callar.
El perfume de la libertad ya había empezado a impregnarlo todo.