ÚLTIMO CAPÍTULO DE LA PROMESA – Tres FUNERALES, una BODA y una CONFESIÓN Final SACUDEN el PALACIO!
Título: “El fin de una era: tres funerales y un secreto que lo cambia todo”
Prepárense, porque lo que está por llegar no es un simple episodio más: es el final de La Promesa. El cierre de una historia que durante tanto tiempo nos tuvo en vilo, llena de pasiones, secretos y redenciones imposibles. Pero este adiós no llega en silencio; llega como una tormenta que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, dejando solo verdades desnudas y corazones rotos.
Amanece sobre el palacio envuelto en una niebla tan espesa que parece un sudario. Todo está en calma, pero no en paz. El silencio pesa, y ese silencio pronto se rompe con el toque lúgubre de las campanas. Tong, tong, tong. No anuncian celebración alguna, sino muerte. Una, dos, tres veces resuenan, hasta que todos en el palacio comprenden que algo terrible ha ocurrido. Don Alonso despierta sobresaltado, Manuel corre a la ventana, Catalina siente un escalofrío en la espalda, y en el servicio —Pía, María Fernández, Vera y López— intercambian miradas cargadas de miedo.
Cristóbal, el fiel mayordomo, es el primero en descubrir la verdad. Siguiendo el sonido de las campanas, llega a la capilla… y allí lo ve. Arrodillado ante el altar, con las manos unidas en oración, yace el cuerpo sin vida del padre Samuel. El sacerdote que había sido guía espiritual y confidente del palacio, ha muerto. Su rostro, sin embargo, no refleja sufrimiento, sino paz. En su mano derecha sostiene una carta. Y en esa carta —que Cristóbal abre con temblor en las manos— se esconde un secreto que sacudirá los cimientos de La Promesa.

El padre Samuel confiesa sus pecados: traicionó el secreto del confesionario al denunciar a Petra, y esa culpa lo persiguió hasta la muerte. Pero hay más… revela la existencia de un misterio aún más oscuro: un intercambio de bebés, un secreto que implica a Leocadia, a María Fernández y al pasado del palacio. Antes de que Cristóbal pueda continuar leyendo, llegan Don Alonso, Manuel y varios sirvientes. El marqués toma la carta, la lee, y su rostro palidece. “¿Dónde está María Fernández?”, pregunta. Pero no hay tiempo para buscarla. Desde el patio se oyen gritos desgarradores.
Todos corren y se encuentran con una escena escalofriante: el cuerpo sin vida de Leocadia, la condesa de Grazalema, yace sobre las frías piedras del patio. Espuma blanca rodea sus labios. “¡Ha sido envenenada!”, exclama Pía. Ángela cae de rodillas al ver a su madre muerta, llorando con una mezcla de horror y amor. A pesar de su relación llena de odio, manipulación y culpa, sigue siendo su madre. Don Alonso confirma lo que todos temen: fue envenenada. Pero, ¿por quién? Todos se miran con sospecha, hasta que Vera irrumpe con una revelación: fue María Fernández quien le llevó el té a doña Leocadia la noche anterior. La doncella niega entre sollozos, asegurando que solo obedecía órdenes. Nadie sabe si Leocadia fue asesinada… o si se quitó la vida.
Antes de que las dudas se aclaren, llega un mensajero del pueblo con una tercera noticia devastadora: el carruaje de Lorenzo de la Mata ha sido hallado destruido en el camino a Madrid. Sangre por todas partes, pero ningún cuerpo. ¿Ha muerto también el capitán? Tres vidas apagadas en una sola noche: Samuel, Leocadia y posiblemente Lorenzo.
El palacio entero se sumerge en el luto. Cortinas negras cubren las ventanas, los espejos se tapan y las risas se extinguen. Tres funerales marcarán el fin de una era.
El primero, el del padre Samuel, conmueve hasta las lágrimas. Pía, entre sollozos, pronuncia unas palabras llenas de perdón. “No fue perfecto —dice—. Me traicionó, sí. Pero también me salvó.” Todos lo recuerdan como un hombre atormentado que intentó redimirse sirviendo a los demás. María Fernández, rota por dentro, confiesa ante todos su amor prohibido por el sacerdote. “Lo amé —dice llorando—. Y creo que él también me amó.” Sus palabras estremecen la capilla. Todos lloran, no solo por su muerte, sino por la lucha interna de un hombre que quiso ser santo, pero no pudo dejar de ser humano.
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El segundo funeral es el de Leocadia. No hay lágrimas sinceras, solo respeto por su hija. Ángela, vestida de negro, con la mano sobre su vientre, enfrenta el ataúd de la mujer que tanto la lastimó. Entre el dolor y la rabia, decide romper el ciclo: “Te perdono, madre —dice—. Prometo amar a mi hijo de otra manera. Prometo no repetir tus errores.” Catalina y Manuel la apoyan, reconociendo que ambas madres, Cruz y Leocadia, fueron víctimas del mismo sistema que las convirtió en verdugos. Pero en medio del entierro, Cristóbal entrega a Don Alonso un pequeño frasco hallado en la habitación de la condesa. Belladona mezclada con digital… el mismo veneno que la mató. Leocadia se quitó la vida. Lo hizo en silencio, incapaz de soportar que su hija eligiera la libertad sobre su control. Don Alonso decide ocultar la verdad para proteger a Ángela.
El tercer funeral es distinto: no hay cuerpo, solo un nombre grabado en una placa. Lorenzo de la Mata. Desaparecido, quizás muerto. Pero su sombra todavía se cierne sobre el palacio. Algunos creen que fingió su muerte; otros, que fue víctima de la misma mano que acabó con Leocadia. Nadie sabe la verdad.
Y mientras la lluvia comienza a caer sobre el jardín, Curro y Ángela se sientan agotados, buscando consuelo en medio de tanto dolor. “Tres funerales en un solo día… es demasiado”, susurra ella. Pero entre las lágrimas, hay una chispa de esperanza: la vida que crece en su vientre. En medio de la tragedia, la promesa de un nuevo comienzo.
Sin embargo, mientras todos regresan al palacio, una figura misteriosa los observa desde una ventana del segundo piso. Una sombra que no debería existir, alguien a quien todos creían muerto. Su sonrisa fría lo dice todo: los secretos del palacio no han muerto con Leocadia. Solo están esperando el momento de resurgir.
Así termina La Promesa: con tres entierros, una confesión que lo cambia todo y una sombra que deja claro que el final… podría no ser tan final como parece. Porque en este palacio, incluso la muerte tiene sus secretos.