‘Valle Salvaje’ capitulos completos: Alejo y Luisa: la carta que incendia Valle Salvaje
Alejo y Luisa: la carta que incendió Valle Salvaje
El silencio que reinaba en el despacho de Alejo se sentía casi tangible: un silencio pesado, como una cortina de plomo que envolvía el cuarto y se pegaba a la piel. Bajo la lámpara de escritorio, un círculo de luz dejaba ver la hoja arrugada entre sus dedos; no era un trozo de papel más, sino la prueba de una traición que lo atravesaba como un puñal. La caligrafía temblorosa de Tomás saltaba a la vista: “Luisa, amada mía, paciencia. Nuestro plan para deshacernos de él sigue en marcha. Pronto seremos libres y Valle Salvaje será nuestro. Alejo no sospecha nada. Su confianza es nuestra mejor arma. Quema esta carta.”
La ironía era tan cruel que Alejo soltó una risa corta y reseca que murió en la habitación. La carta no ardió; había sido guardada, con una torpeza que dolía, en el forro de un costurero antiguo que él le regaló a Luisa en su primer aniversario. La encontró por casualidad buscando un hilo. Un hilo: símbolo brutal de la frágil costura que sostenía ahora su vida. Sus recuerdos, de repente teñidos de veneno, se convirtieron en un carrusel implacable: la sonrisa de Luisa, sus caricias, las promesas susurradas. Todo parecía una farsa.
El regreso de Tomás dejaba de ser una simple molestia: era el primer acto de una conspiración urdida a sus espaldas. Alejo, con la carta apretada en el puño, subió a la alcoba con un impulso de confrontación; pero la ira pronta se templó en fría estrategia. Confrontarlos sería darles la oportunidad de manipularlo. Mejor fingir calma, estudiar, entender hasta dónde llegaba la madriguera antes de que el mundo que había edificado se desmoronara.
Mientras en Valle Salvaje la guerra del corazón se cocía a fuego lento, en los salones del palacio una confrontación de otro calibre consumía las horas. Don Hernando había regresado como una tormenta helada, reavivando rencores y reclamando el trono de su estirpe. La cena familiar se convirtió en un campo minado: cada silencio, un reproche; cada copa dejada sobre la mesa, una sentencia.

El marqués atacó sin piedad a Leonardo, humillando su proyecto, burlándose incluso de Pedrito. “Ese niño es una afrenta para nuestro linaje”, espetó con crueldad. Leonardo, herido hasta la médula, defendió a su hijo con la rabia de quien sabe que lo que está en juego no es solo honor sino vida. La tensión estalló: la amenaza de Don Hernando flotó en el aire —”Puedo arrebatártelo todo”— y con su marcha dejó un rastro de miedo. El viejo león había vuelto, dispuesto incluso a devorar a sus propios cachorros para reclamar lo que considera suyo.
En la biblioteca del Duque, otra bomba dormía a punto de estallar. Rafael y Adriana se armaron de valor para contar lo que sabían sobre Victoria. Entre manos, una libreta de cuero: entradas del diario de Úrsula que mostraban a Victoria no como víctima sino como cómplice, proporcionando información y detalles que favorecieron las intrigas de la difunta. José Luis leyó las palabras con manos temblorosas; cada página quemaba como si fuera ácido. Cuando halló la entrada más hiriente —”V. es mi mejor espía; la pobre tonta cree que somos amigas”— el dolor le atravesó el pecho.
El Duque, que había sobrevivido a tantas batallas, tuvo que recomponer su postura: la verdad debía salir esa noche. La familia, herida y a punto de romperse, exigía limpieza. José Luis sintió que una nueva etapa se abría: la traición de Victoria era la última brizna de un pasado que exigía ser purgado.
Mientras tanto, en una cabaña apartada, Luisa y Tomás hablaban con la urgencia de quienes tienen el tiempo en contra. Luisa, deshecha por dentro, confesó su culpa: había mostrado una exterioridad capaz de ser malinterpretada, había dejado que Alejo la viera en actitudes que la señalaban. Pero no era lo que parecía. Tomás reveló el fondo del plan: su «traición» era un señuelo para proteger a Alejo y reunir pruebas contra Don Hernando. El anciano no solo codiciaba tierras; planeaba desviar los acuíferos para alimentar sus minas en el norte, condenando al Valle a la sequía.
Tomás llevaba años recopilando mapas, sobornos y documentos; lo que necesitaban era una prueba final para llevar al juez. Mientras todos miraban a Luisa con sospecha, ella sostenía la verdad en silencio, aceptando el desprecio para que el enemigo se confiara. “Ese puñal en la espalda es el que le salvará la vida”, le dijo él con convicción. La carga moral era insoportable: cada vez que Luisa miraba a Alejo sentía que lo traicionaba; pero en la sombra planeaban la salvación de todo un pueblo.
La noche, sin embargo, no tardó en estallar en violencia. En las ruinas del viejo monasterio, donde los vestigios del pasado se confundían con la maleza, la verdad irrumpe a tiros. Pedrito, tomado como rehén por hombres armados al servicio —o al acecho— de Don Hernando, quedó en peligro. La situación degeneró en un intercambio de disparos que estremeció las piedras centenarias. Y entonces ocurrió lo inesperado: Don Hernando, frente al horror que se desataba, hizo un gesto que nadie vio venir. En el momento culminante, cuando todo parecía apuntar a un sacrificio calculado, el viejo marqués intervino para salvar la vida del niño; su acción, aunque contradictoria con sus ambiciones, cambió el curso de los hechos.
Ese último gesto —ya sea por remordimiento o por un cálculo aún más retorcido— trastocó las lealtades. Los hombres armados huyeron, la balacera cesó y Pedrito quedó a salvo, aunque el coste moral de la intervención de Don Hernando dejó a todos boquiabiertos. El viejo patriarca, que parecía dispuesto a sacrificarlo todo, mostró una faceta inesperada que obligó a todos a replantear las certezas.
La mañana que s