‘Valle Salvaje’ capitulos completos: Úrsula dispara, Pedrito grita, cae el duque

La luna brillaba sobre Valle Salvaje con una frialdad que cortaba el alma, como si presintiera el derramamiento de sangre que estaba por venir. En la oscuridad del valle, Úrsula caminaba hacia su destino con la mirada fija, los pasos pesados y el corazón en llamas. Su espíritu, otrora quebrado por el abuso y la humillación, ardía ahora con la determinación del desespero. Rafael, su verdugo, estaba en el pabellón de caza, ajeno al hecho de que la mujer que había destruido venía a exigir justicia con sus propias manos. Lo que sucedería esa noche sellaría el destino de todos los habitantes del valle.

Horas antes, Úrsula había alcanzado el límite de su resistencia. El tormento infligido por Rafael había convertido su vida en una pesadilla perpetua. En su habitación, rodeada de sombras, se debatía entre dos pensamientos: acabar con su vida o terminar con la de él. La idea del suicidio se le presentó como un alivio dulce, casi poético; imaginaba el silencio después del sufrimiento, la disolución de su dolor. Pero la imagen de su hijo Pedrito irrumpió con violencia en su mente. ¿Qué sería de él si su madre se rendía? ¿Qué cicatriz cargaría un niño al ser hijo de una mujer que prefirió morir antes que luchar? Esa idea la hizo despertar de su delirio. No podía permitir que el miedo definiera el recuerdo que su hijo tendría de ella. No sería víctima. Sería juicio.

Con el temblor de quien se enfrenta a su propio fin, abrió el arcón antiguo de su abuelo y encontró una pistola de duelo, fría y ornamentada. Aquella reliquia se convirtió en su única aliada. La sostuvo con manos temblorosas, sintiendo su peso como si fuera la manifestación física de su decisión. Frente al espejo, sus ojos reflejaban a una mujer desconocida: ya no la amante engañada ni la madre destrozada, sino una sombra decidida, el rostro mismo de la tragedia. Escondió el arma bajo su falda y se encaminó hacia el pabellón de caza, el templo de Rafael, donde pensaba dictar su sentencia.

Mientras Úrsula emprendía su camino hacia la oscuridad, en la Casa Grande se libraba otra batalla. Adriana enfrentaba al duque José Luis, quien acababa de obtener un puesto en el consejo del rey. Aquella posición lo llenaba de un poder que usaba como arma. “Las tierras más fértiles a cambio de tu futuro”, le propuso con voz meliflua. Era un chantaje disfrazado de trato. Adriana comprendió el juego: el duque no buscaba alianzas, sino dominación. Con temple, le recordó que las tierras del Viejo Roble no se venderían jamás, que pertenecían a su familia por derecho. El duque sonrió, confiado en su poder, amenazándola veladamente con destruirla si se oponía. Adriana, aunque temerosa, decidió resistir. Sabía que su lucha no era solo por las tierras, sino por la dignidad de todos los que vivían bajo el yugo del duque.

En otro rincón del valle, Leonardo, el hijo del duque, se enfrentaba a su propio conflicto. En el invernadero, entre orquídeas y promesas rotas, se encontró con Bárbara, la mujer que amaba. Ella intentó apartarlo, temiendo las represalias de su padre. Pero Leonardo, con la desesperación de quien ha sido despojado de todo, le juró amor eterno. “No me casaré con Irene. Te amo a ti, Bárbara. Lucharemos por esto.” Su voz era fuego, pero Bárbara, consciente de la crueldad del duque, le rogó que no se condenara por ella. Aun así, él insistió: “No le entregaré mi alma. Tú eres mi alma.” Aquel beso entre lágrimas fue su promesa de rebelión, una chispa de esperanza en medio de la noche más oscura.

Mientras tanto, en la casa de los sirvientes, Luisa enfrentaba a su propio demonio: Tomás, un hombre de su pasado, había regresado para chantajearla. “O me ayudas a robar al duque o le contaré a todos quién eras en Sevilla”, le dijo con una sonrisa cruel. Luisa, aterrada, comprendió que estaba atrapada entre la vergüenza y la traición. No podía permitir que el pasado destruyera lo poco que había reconstruido, ni que Tomás manchara a quienes ahora eran su familia. Juró encontrar una salida, aunque ello le costara la vida.

En medio de todos esos conflictos, Pedrito, el hijo de Úrsula, no podía dormir. Algo en su interior le decía que su madre estaba en peligro. La casa estaba demasiado silenciosa, demasiado vacía. Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó y salió, guiado por una intuición infantil pero certera. Sus pies descalzos lo llevaron hasta el pabellón de caza, siguiendo un hilo invisible de miedo y amor.

Dentro del pabellón, Rafael se servía una copa de brandy, ajeno al destino que lo aguardaba. Cuando la puerta chirrió, se giró y vio a Úrsula entrar. La reconoció con una sonrisa arrogante. “¿Has venido a rogarme un poco más?”, se burló. Pero Úrsula no tembló. “He venido a terminar nuestra conversación”, respondió, su voz dura como el acero. Rafael rió, creyéndose invencible. “Eres un capítulo cerrado, una mujer acabada”, le escupió. Úrsula avanzó, con la mirada fija. “Tienes razón. Fui estúpida. Pero ya no.” Su mano buscó la pistola. El silencio que siguió fue espeso, vibrante. En los ojos de Rafael se mezcló la sorpresa con la incredulidad.

En ese momento, un grito desgarrador quebró la tensión: “¡Mamá, no!” Pedrito había entrado corriendo. Úrsula dudó un segundo, y ese segundo lo cambió todo. Rafael intentó arrebatarle el arma. Un disparo resonó en la noche. El estruendo hizo temblar los cristales del pabellón. Pedrito gritó. Rafael cayó de rodillas, con una expresión de asombro en el rostro, una mancha oscura extendiéndose sobre su pecho. El duque José Luis, alertado por el ruido, llegó justo a tiempo para ver cómo su hijo se desplomaba sin vida.

La escena fue un torbellino de horror. Pedrito lloraba, Úrsula sostenía el arma aún humeante, paralizada por el terror y el alivio. Adriana irrumpió detrás del duque, comprendiendo de inmediato lo ocurrido. En medio del caos, Luisa, cansada de años de silencio, se alzó con voz firme para revelar lo que todos callaban: las humillaciones que Úrsula había soportado, los abusos de Rafael, el dolor escondido bajo las apariencias del honor. “No fue un crimen, fue justicia”, gritó. Su declaración rompió el velo de hipocresía que cubría al valle.

El duque, impotente y furioso, intentó defender el nombre de su hijo, pero Adriana, armada con las verdades que Luisa había revelado, lo obligó a callar. “Sus pecados han destruido más vidas de las que puede contar. Este valle necesita libertad, no tiranos.” Las palabras resonaron como un juicio. El duque, consciente de que su poder comenzaba a resquebrajarse, no tuvo más opción que retirarse.

Al amanecer, Valle Salvaje amaneció en silencio. El cuerpo de Rafael fue retirado, y el rumor de la tragedia se extendió como una sombra. Úrsula fue llevada lejos, en shock, su mirada perdida entre la niebla. Adriana tomó las riendas del conflicto por las tierras, decidida a reconstruir lo que la ambición había destruido. Leonardo, roto por la muerte de su hermano pero más libre que nunca, juró honrar la memoria de los inocentes, y Luisa, tras enfrentar su pasado, encontró en Alejo un motivo para creer en el perdón.

El valle respiró con un aire nuevo, denso aún con el eco de la sangre, pero distinto. Ya nada sería igual. Algunos lo llamarían tragedia, otros justicia. Pero en las colinas, cuando el viento sopla entre los árboles, todavía puede oírse el eco del disparo que cambió para siempre el destino de Valle Salvaje.